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Se alegra el alma al saber que tu estas aqui, en nuestra casa de paz

Amigo de mi alma tengo un gran deseo en mi corazon Amar a Dios por todos aquellos que no lo hacen hoy. ¿Me ayudas con tus aportes de amor cada vez que entres aqui? dejanos tu palabra de bien, tu gesto amoroso hacia Dios y los hermanos.

Seamos santos. Dios nos quiere santos

Adri

Seremos c ompletamente libres ,si nos determinamos a no consentir mas ante el pecado.

Seremos c ompletamente libres ,si nos determinamos a no consentir  mas ante  el pecado.
Determinemonos en el deseo de llegar a ser santos.

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miércoles, 30 de octubre de 2013

En la comunión de los santos desprendamos el perfume de Dios en la santidad nuestra vida

Apoc. 7, 2-4.9-14; Sal. 23; 1Jn. 3, 1-3; Mt. 5, 1-12
Nos conviene recordar hoy - y más en el marco de los objetivos del Año de la Fe que estamos a punto de concluir - un artículo de nuestra fe que profesamos en el Credo y que nos puede pasar un tanto desapercibido, no solo en el hecho de que simplemente lo recitemos cuando decimos el Credo, sino también porque quizá no le damos suficiente sentido en nuestra vida. ‘Creo en la comunión de los santos’, decimos en el Credo, sobre todo cuando empleamos su formulación más extensa recogiendo el sentir de todos los concilios de la Iglesia que nos han definido nuestra fe.
Hoy, que estamos celebrando la fiesta, la solemnidad de todos los santos, es bueno que resaltemos este artículo de nuestra fe. Cuando decimos que creemos en ‘la comunión de los santos’ estamos queriendo expresar esa comunión que hay entre todos los que creemos en Jesús y hemos recibido el bautismo que consagra nuestra vida. Y decimos todos los que creemos en Jesús y no solo pensamos en los que aún en la tierra peregrinamos viviendo en este mundo y formando la Iglesia, sino que nos queremos sentir en comunión con todos los que traspasadas las puertas de la eternidad glorifican a Dios en el cielo o aún están en estado de purificación en el purgatorio.
Vivimos una misma comunión, porque por nuestra fe en Jesús nos hemos unido a El, configurándonos con El, tanto los que aquí peregrinamos como los que están participando de la gloria del cielo. Vivimos una misma comunión por esa comunión que con Dios vivimos por nuestra fe en Jesús, por la nueva vida de la que nos ha hecho partícipes, por el Espíritu que anida en nuestros corazones y nos hace partícipes de la vida de Dios. Es la misma vida de Dios, que ahora de forma imperfecta por nuestra condición pecadora vivimos, pero que un día viviremos en plenitud en la gloria del cielo, de la que ya son partícipes los que allí cantan para siempre la gloria de Dios.
Es esa vida de Dios, de la que somos participes por el Espíritu Santo que se nos ha dado, la que nos hace santos. Recordemos lo que nos decía la carta de san Juan hoy: ‘Mirad que amor nos ha tenido el Padre para llamarnos hijos, pues ¡lo somos!’ Nos ha concedido el Espíritu de su hijo para que en verdad seamos hijos de Dios. Como nos decía el evangelio de Juan ya desde el inicio ‘a cuantos le recibieron, a todos aquellos que creen en su nombre, les dio poder para ser hijos de Dios… nacen de Dios’. Es por eso por lo que entonces ha de brillar la santidad de los hijos de Dios en nuestra vida.
La santidad que hemos de vivir en nuestra vida es como el perfume de Dios que hay en nosotros por nuestra unión con El. Una persona que ha estado en contacto con alguien que estaba intensamente perfumado, bien por la cercanía a esa persona o porque, por ejemplo, haya recibido un abrazo, luego va a quedar en ella como un halo de ese perfume del que, podríamos decir así para entendernos, se ha contagiado. Pues bien, esa santidad que ha de haber en nuestra vida es ese perfume de Dios que queda en nosotros cuando con El estamos íntima y profundamente unidos. No podríamos negarlo, no tendríamos que negarlo de ninguna manera porque así debemos de impregnarnos de Dios, de su vida, de su santidad.
Como un cántico de esperanza el libro del Apocalipsis - ése es el verdadero sentido de este último libro del Nuevo Testamento y de la Biblia - nos describe esa ‘muchedumbre inmensa que nadie podría contar, de toda nación, raza, pueblo y lengua, que de pie delante del trono y del Cordero, vestidos con vestiduras blancas y con palmas en sus manos… gritaban con voz potente: ¡La victoria es de nuestro Dios, que está sentado en el trono, y del Cordero… la alabanza y la gloria y la sabiduría y la acción de gracias y el honor y el poder y la fuerza son de nuestro Dios, por los siglos de los siglos. Amén’.
Es una descripción de la gloria del cielo a la que nos unimos ahora nosotros, en esa comunión de los santos que vivimos y celebramos. Es ‘la Jerusalén celeste, donde eternamente alaba al Señor la asamblea festiva de todos los santos’, como proclamaremos en el prefacio de la Plegaria Eucarística de este día. ‘Hacia ella nos encaminamos alegres, guiados por la fe y gozosos por la gloria de los mejores hijos de la Iglesia’, los que aun peregrinamos en esta tierra como en un país extraño. Ellos son para nosotros ‘ejemplo y ayuda para nuestra debilidad’, porque no solo nos ofrecen el ejemplo de su vida, sino que con su intercesión nos alcanzan la gracia del Señor que nos fortalece en nuestro camino terrenal.
Ese camino de nuestra vida en el que ha de brillar el perfume de Dios en nuestra vida, ha de brillar nuestra santidad y que es iluminado continuamente por la Palabra del Señor que nos sirve de guía en medio de tantas oscuridades que nos amenazan y nos quieren desviar de ese camino. Hoy hemos escuchado en el evangelio el mensaje de las Bienaventuranzas. Es la senda que nos traza Jesús pero son también la promesa de Jesús de que podemos alcanzar esa dicha y felicidad en plenitud, esa dicha y felicidad de la vida eterna.
San Juan nos decía que ‘somos hijos de Dios pero aun no se ha manifestado lo que seremos, porque seremos semejantes a El, porque le veremos tal cual es’. Con esa esperanza de plenitud ahora caminamos y queremos purificarnos más y más para poder alcanzar esa eterna bienaventuranza de la visión de Dios. ‘Los limpios de corazón verán a Dios’, que nos dice una de las bienaventuranzas. Ahora lo vivimos como en primicia, pero un día seremos herederos de ese Reino de Dios.
Por eso ahora siguiendo el espíritu que nos trasmite el evangelio queremos poner toda nuestra confianza en Dios, alejando de nosotros toda desesperación y desconsuelo, porque desde nuestra pobreza sabremos compartir, viviendo en la sencillez y el desprendimiento, poniendo generosidad en nuestro corazón para incluso hacer nuestros los sufrimientos y las lágrimas de cuantos nos rodean, porque sabemos que así haremos un mundo mejor, un mundo lleno de justicia, un mundo lleno de la paz más hermosa, la que nace de una verdadera fraternidad. Sabemos que si caminamos así seremos herederos del Reino y alcanzaremos siempre consuelo para nuestro espíritu y mereceremos ser llamados de verdad hijos de Dios.
En ese Espíritu que anima nuestra vida nuestros corazones estarán siempre llenos de misericordia y de compasión; habremos aprendido lo que es la solidaridad verdad y la mutua confianza para alejar siempre la malicia de nuestro interior; seremos siempre sembradores de paz porque vamos tendiendo lazos de amistad y de fraternidad con todos sin distinción; contagiaremos de la alegría de nuestra fe y de nuestro amor a los que tienen su corazón enturbiado por las desconfianzas y la envidias y están maleados por el orgullo y el amor propio. Sabemos que el Señor es nuestra fuerza y nuestro consuelo y cuando vamos viviendo en ese estilo y sentido de vida iremos impregnando a nuestro mundo del olor de Dios.
No temeremos la incomprensión o el rechazo que podamos encontrar porque en verdad nos sentimos siempre fortalecidos por el Espíritu de Jesús; ante nuestros ojos está el testimonio de los santos que hoy con el Apocalipsis contemplamos en el cielo vestidos con sus vestiduras blancas y con palmas en sus manos. ‘Esos son los que vienen de la gran tribulación: han lavado y blanqueado sus vestiduras en la Sangre del Cordero’, y esas palmas son las de la victoria con las que cantan la gloria del Señor que nosotros un día esperamos poder cantar también eternamente en el cielo.

Con los santos, con esa multitud que la Iglesia ya ha reconocido su santidad, pero también con esa multitud que nadie podría contar que quisieron ser fieles, que pusieron amor en sus vidas, que trabajaron por la justicia y la paz, que se comprometieron por un mundo mejor, que vivieron siempre en absoluta fidelidad al Señor, aunque no nos conozcamos, hoy nos sentimos en profunda comunión. Es la comunión de los santos que proclamamos con nuestra fe. Es la Fiesta de todos los Santos que hoy queremos celebrar. Es esa multitud de la que nosotros queremos formar parte para con nuestra vida, también aquí y ahora y un día por toda la eternidad, cantar la gloria de Dios.

viernes, 25 de octubre de 2013

Si no abrimos nuestro corazón a los demás tampoco lo abriremos a Dios para encontrar gracia

Eclesiástico, 35, 15-17.20-22; Sal. 33; 2Tim. 4, 6-8.16-18; Lc. 18, 9-14
‘Si el afligido invoca al Señor, El lo escucha, porque el Señor está cerca de los atribulados, salva a los abatidos… cuando uno grita, al Señor lo escucha y lo libra de sus angustias’. Hermoso y consolador pensamiento que se nos ofrece como oración y meditación en el salmo. Nos está señalando con cuánta humildad y con cuanto amor y confianza hemos de acudir al Señor. Cuando así lo hacemos encontraremos la gracia del Señor que siempre nos escucha y nos regala con su amor.
No son buenos bagajes para nuestro camino, para llevar en la mochila del camino de la vida el orgullo y la autosuficiencia. Quien los lleva como principales compañeros de camino fácilmente terminará solo porque terminará encerrándose en sí mismo aunque se quiera poner siempre en un pedestal por encima de todo y de todos, y endiosándose de manera que su presencia se puede volver insoportable para quienes estén a su lado y porque creerá no necesitar ni de Dios ya que piensa que siempre en todo se puede valer por si mismo. Pero es una tentación fácil, el orgullo y la autosuficiencia, que podemos tener en nuestro trato con los demás, pero también en una pretendida relación con Dios.
Hoy Jesús quiere enseñarnos cuales han de ser las verdaderas y auténticas actitudes para ponernos ante Dios en la oración. Ya nos dice el evangelista que ‘a algunos que, teniéndose por justos, se sentían seguros de si mismos y despreciaban a los demás, les dijo Jesús esta parábola’ que hemos escuchado. Fijémonos de entrada la descripción que nos hace el evangelista: ‘se tenían por justos’, luego ellos eran los santos y por eso mismo se sentían por encima de los demás; ‘se sentían seguros de sí mismos’, luego se valían por si mismos, no necesitaban de nada ni de nadie; y como una consecuencia ‘despreciaban a los demás’, porque se creían que solo ellos eran los justos y buenos y todos los demás eran unos desgraciados pecadores. ¿Con una actitud así se puede ir a orar a Dios?
Y Jesús les habla de los dos hombres que subieron al templo a orar, pero con actitudes y posturas bien diferentes. Mientras el fariseo oraba con una actitud de arrogancia erguido allí en medio de todos, el publicano desde el último rincón humildemente suplicaba a Dios misericordia y compasión porque se consideraba pecador. El fariseo podría parecer bueno y cumplidor por todo lo que decía que hacía, y si hubiera sido humilde se podría haber convertido su oración en una hermosa acción de gracias al Señor, pero estaba lleno de orgullo y de desprecio hacia los demás. El sí era cumplidor, no como aquel publicano al que despreciaba por pecador. Malos bagajes para llevar en la mochila del camino de la vida su orgullo y su autosuficiencia.
‘Os digo que el publicano bajó a su casa justificado, y aquel no’, concluye Jesús la parábola. El publicano reconociendo su fragilidad y su pecado abrió su corazón a Dios porque fue humilde y supo reconocer su condición. ‘Oh Dios, ten compasión de este pecador’, repetía con humildad. Reconoce su pecado y se confía a la benevolencia de Dios. Por eso bajó a su casa justificado, perdonado, lleno de la gracia de Dios.
El reconocimiento de su pecado era un paso importante en ese querer transformar su corazón; se sentía perdonado y se sentía renovado, con una nueva vida de gracia en su corazón. Cuánto tenemos que aprender para ese reconocimiento auténtico por nuestra parte de nuestra condición de pecadores. No es sólo decir yo soy pecador, sino yo soy pecador y en Dios quiero renovar mi vida. Soy pecador pero abro mi corazón a la gracia de Dios que me perdona, me renueva y me transforma.
 Mientras, el fariseo no supo encontrarse con Dios, no abrió su corazón a la gracia de Dios porque más bien parecía con lo que decía que él no necesitaba de Dios porque ya era bueno por si mismo. Pero aún peor era que no solo su corazón no se abría a Dios, sino que estaba creando barreras a su alrededor alejándose de los demás a los que despreciaba. No se sentía pecador y nada creía que tenía que renovar en su vida. No encontró la gracia del Señor que lo justificara, porque en el fondo tampoco lo deseaba.
Y es que cuando no somos capaces de abrirnos a los hermanos, al menos intentarlo, difícilmente nos vamos a abrir a Dios y a su gracia. Ya sabemos aquello que nos dice la Escritura que no podemos decir que amamos a Dios a quien no vemos y no amamos al hermano a quien vemos a nuestro lado. No podrá haber amor verdadero a Dios si no intentamos ese amor al hermano que está a nuestro lado. Es el mandamiento principal que nos dejó Jesús en el Evangelio.
Puede ser que en nuestras debilidades y flaquezas nos cueste abrirnos a los hermanos, porque eso muchas veces nos sucede, nos cuesta aceptar a alguien, nos cuesta poner amor en alguien del que quizá hemos recibido algo que nos haya dañado o molestado, pero hemos de querer hacerlo y reconociendo que somos débiles acudimos, sí, al Señor para que nos dé fuerza para abrirnos también al prójimo, para aceptar o para perdonar, y entonces si que nos estamos abriendo a Dios.
Es cierto que no somos santos y hay muchas cosas que nos cuestan, pero hemos de reconocerlo y con humildad pedir al Señor esa gracia que mueva y transforme nuestro corazón para aceptar y para perdonar al hermano, para lograr entrar en comunión con él, para vivir entonces esa vida nueva de la gracia.
Por algo será que cuando Jesús nos enseña a orar nos dice que comencemos llamándole Padre. Ese Dios en quien creemos y al que queremos invocar en nuestra oración, desde nuestra pequeñez y desde nuestra indignidad es el Padre bueno que nos ama. Por eso Jesús nos dice que le llamemos Padre. Como decía san Juan en sus cartas en verdad somos hijos de Dios, porque así nos ama Dios. ‘Mirad que amor nos ha tenido Dios que nos llama hijos, pues ¡lo somos!’ Pero fijémonos en el modelo de oración que nos enseña hemos de decir ‘Padre nuestro’. Cuando vamos a Dios siempre tenemos que ir con el corazón abierto también a los hermanos

Y no olvidemos las últimas palabras del evangelio de hoy como conclusión de este mensaje y como cambio de actitudes para vivir en relación a los demás y para acercarnos a Dios. ‘Todo el que se enaltece será humillado, y el que se humilla será enaltecido’.

viernes, 18 de octubre de 2013

Orar siempre, con esperanza y sin desanimarse

Ex. 17, 8-13; Sal. 120; 2Tim. 3, 14-4, 2; Lc. 18, 1-8
‘Levanto mis ojos a los montes, ¿de donde me vendrá el auxilio? El auxilio me viene del Señor, que hizo el cielo y la tierra’. Levantamos nuestros ojos a Dios, buscamos a Dios, queremos estar con Dios.
Así hemos cantado el salmo, como una respuesta a lo que la Palabra de Dios nos ha ido diciendo. Esa Palabra del Señor que hemos escuchado y que nos llena de vida. Esa palabra que, como nos decía san Pablo, ‘nos puede dar la sabiduría que, por la fe en Cristo Jesús, conduce a la salvación’. Esa Palabra que hoy nos está insistiendo tanto en la oración que nos abre a Dios, que nos hace ir a Dios desde nuestras necesidades y problemas, o desde el deseo de estar con Dios.
El salmo nos ha hablado de levantar nuestros ojos a los montes y en la primera lectura hemos contemplado a Moisés que sube a un monte elevado para orar a Dios mientras el pueblo está luchando por abrirse paso en el desierto en medio de sus enemigos con el deseo de alcanzar la tierra prometida. Lo de subir al monte para orar o lo de levantar los ojos a lo alto de los montes en la oración es una forma de expresarse que vemos repetidamente en la Biblia - el Horeb, el Sinaí, el Tabor… por citar algunos - pero no solo como el hecho de subir física o geográficamente a lo alto de un monte, sino como ese deseo de elevarnos hacia Dios en su inmensidad y en su grandeza.
En el evangelio escuchamos que ‘Jesús, para explicar a sus discípulos cómo tenían que orar siempre y sin desanimarse, les propuso una parábola’. Ya la hemos escuchado. Es la pobre viuda que va a pedir justicia pero que parece no ser escuchado. Ante la insistencia machacona de aquella pobre mujer al final aquel juez atenderá a la petición de hacer justicia. Y nos dirá al final de la parábola. ‘Fijaos en lo que dice el juez injusto; pues Dios, ¿no hará justicia a sus elegidos que le gritan día y noche?... os digo que les hará justicia sin tardar’.
Jesús propone la parábola para explicarnos cómo debemos orar, orar siempre y orar con esperanza, sin desanimarse. Nos está enseñando Jesús a hacer una oración madura y con profundo sentido. Hemos de orar porque si en verdad somos creyentes, tenemos puesta nuestra fe en Dios, hemos de mantener una relación íntima y profunda con el Señor. Forma parte de nuestra identidad de creyentes y de cristianos.
Orar no es pensar en algo abstracto, no es entrar en una relación con lo abstracto, sino que nuestra oración es una relación personal, íntima y profunda con Dios. Es un tú a tú con Dios, aunque en nuestra pequeñez no seamos nada ante la inmensidad de Dios pero sin embargo nos sentimos amados y en ese amor de Dios engrandecidos porque nos hace hijos. De ahí esa relación que con Dios hemos de mantener. Por algo cuando Jesús nos enseña a orar nos enseña a llamar Padre a Dios.
Y nos dice Jesús que hemos de ‘orar siempre’. Es el respirar de nuestra alma en el encuentro vivo con el Señor. Pero además, cada situación de nuestra vida no es ajena a Dios. Ninguno de los acontecimientos de nuestra propia vida o de cuanto sucede en este mundo en el que vivimos es ajeno a Dios. Con El hemos de contar; su presencia hemos de sentir; su gracia y su ayuda hemos de pedir así como hemos de aprender también a darle gracias por cuanto nos sucede porque todo nos manifestará siempre lo que es el amor de Dios.
Ante Dios ponemos nuestras alegrías y nuestros gozos, las heridas de nuestro mundo y los desfalleceres de nuestro corazón. Con cuantas cosas venimos en nuestras manos, en nuestro corazón cuando venimos a la oración que no se puede quedar en una oración individualista de solo pedir por nosotros porque seria señal de la inmadurez de nuestra oración. Como Moisés, orantes, con los brazos levantados, suplicando por nuestro mundo, por nuestra sociedad, por cuantos sufren a nuestro lado. Como Moisés con los brazos levantados y sabiéndonos apoyar los unos en los otros en nuestras tareas y en nuestra oración, como vimos en la primera lectura que hicieron Aarón y Jur con Moisés.
Y finalmente nos decía el evangelio ‘orar siempre sin desanimarse’, sin perder la esperanza. Las prisas y las carreras con las que solemos andar en la vida no son buenas para nuestra relación con el Señor. El tiene su tiempo, que es el tiempo del amor para darnos lo mejor y lo que más necesitamos. Por eso la confianza con que hemos de orar, porque es encontrarnos con el Padre que nos ama no hace que no perdamos la esperanza, sino que se acreciente más y más. Las prisas y carreras alocadas pueden hacernos creer que nos podemos valer de nosotros mismos y no necesitamos de Dios. Pero hemos de tener siempre muy presente el amor y la confianza plena que ponemos en el Señor. No podemos perder el ritmo de la fe porque es querernos poner en el ritmo y la sintonía de Dios. Lo que tiene que hacernos perseverantes y constantes, que nunca resignados ni pasivos.
Dediquemos unos minutos de nuestra reflexión a la Jornada eclesial que hoy estamos celebrando. Es el día del Domund, el domingo de las misiones. El día en que la Iglesia universal reza y colabora también económicamente en favor de la tarea evangelizadora de los misioneros y misioneras que en nombre de la Iglesia anuncian el evangelio a lo largo del mundo. Es una cita importante dentro del calendario de cada año en el caminar de la Iglesia. FE + CARIDAD = MISIÓN, es el lema que este año se  nos propone, en sintonía con el año de la fe que estamos a punto de clausurar.
Una jornada que nos recuerda a todos los misioneros y misioneras que han salido de nuestras comunidades, de nuestras ciudades y pueblos, y están presentes en todos los territorios de misión, anunciando y dando testimonio del evangelio con el sello de la sencillez, de la entrega total a aquellos a quienes están compartiendo su fe y su caridad. Es la Misión de la Iglesia, que es nuestra misión. Desde esa fe que anima nuestra vida, con ese amor que caldea nuestro corazón, todos los cristianos nos sentimos enviados a la misión, al anuncio del evangelio que Jesús nos confió.
¿Dónde está la fuerza, cuál es la razón, qué es lo que empuja a estos misioneros y misioneras a lanzarse por el mundo? El evangelio, la fe, el amor, Cristo cuya misión quieren realizar. Como nos dice el Papa en su mensaje: ‘La Iglesia no es una organización asistencial, una empresa o una ONG, sino una comunidad de personas animadas por la acción del Espíritu Santo que han vivido y viven la maravilla del encuentro con Jesucristo y desean compartir esta experiencia de profunda alegría, compartir el mensaje de salvación que el Señor nos ha dado’. Ahí está la razón y la fuerza para el coraje de estos misioneros en el desarrollo de su labor.
Como  nos dice en otro momento de su mensaje. ‘se hace urgente el llevar con valentía, a todas las realidades, el Evangelio de Cristo, que es anuncio de esperanza, reconciliación, comunión; anuncio de la cercanía de Dios, de su misericordia, de su salvación; anuncio de que el poder del amor de Dios es capaz de vencer las tinieblas del mal y conducir al camino del bien’.
Y continúa diciéndonos: ‘El hombre de nuestro tiempo necesita una luz fuerte que ilumine su camino y que solo el encuentro con Cristo puede darle. Traigamos a este mundo, a través de nuestro testimonio, con amor, la esperanza que se nos da por la fe. La naturaleza misionera de la iglesia no es proselitismo, sino testimonio de vida que ilumina el camino, que trae esperanza y amor’.
El mundo necesita de la luz del Evangelio. Pensamos en países lejanos, pero pensamos también en el mundo cercano a nosotros que se ha cerrado a la luz de Cristo y necesita de nuevo reencontrar esa luz. Queremos ser misioneros yendo hasta las confines de la tierra, pero hemos de ser misioneros yendo a esos confines que pueden estar cerca de nosotros porque muchos necesitan esa luz de Cristo. Es el anuncio de ese Evangelio, de esa Palabra que ‘nos puede dar la sabiduría que, por la fe en Cristo Jesús, conduce a la salvación’.

Es algo que tiene que entrar también insistentemente en nuestra oración.

sábado, 12 de octubre de 2013

La necesaria acción de gracias para cantar la gloria del Señor por los bienes recibidos

2Reyes 5, 14-17; Sal. 97; 2Tim. 2, 8-13; Lc. 17, 11-19
Siempre hay un gran paralelismo entre el texto de la primera lectura y el evangelio, y hoy lo podemos apreciar de una manera especial. Siempre hay una cierta relación entre un texto y otro y hoy en ambos textos se nos habla de unos leprosos curados y de una respuesta a esa gracia del Señor. Podemos fijarnos en los detalles. Mucho es lo que podemos aprender para nuestra vida y para el camino de nuestra fe.
Eliseo, el profeta, por una parte, con su visión de las cosas de Dios y su poder taumatúrgico, que se nos ofrece en la primera lectura, y Jesús, el gran profeta que había surgido en medio del pueblo como le aclamaban las gentes por otro lado, pero que es realmente nuestro único salvador, como se nos presenta en el evangelio.
Un leproso, Naamán el sirio, que con sus reticencias y también con sus exigencias viene solicitando la curación de su enfermedad y por otra parte el grupo de los diez leprosos que salen al encuentro de Jesús en el camino entre Galilea y Samaría gritando a Jesús que tenga compasión de ellos y de entre los que destacaríamos el samaritano, también un extranjero, al que veremos volver a los pies de Jesús después de curado.
Unos gestos sencillos y humildes que le pide el profeta que ha de realizar el leproso sirio como lavarse siete veces en las aguas del Jordán y que finalmente realizará a pesar de sus reticencias y la palabra de Jesús que envía sencillamente a los leprosos a que se presenten a los sacerdotes, cumpliendo la ley de Moisés, para que les reconozca su curación.
Finalmente un reconocimiento por parte de Naamán, el sirio, que se había curado de que el Dios de Israel es el único Señor al que ahora va a adorar para siempre, y por otra parte la gloria del Señor que vino a proclamar solamente uno de los curados, el samaritano, postrándose ante Jesús alabando a Dios y dándole gracias.
Al tiempo, surge la pregunta de Jesús que a nosotros también nos podría decir muchas cosas. ‘¿No han quedado limpios los diez? Los otros nueve, ¿dónde están? ¿no ha vuelto más que este extranjero para dar gloria a Dios?’ Pero aquel no sólo se había curado viéndose libre de la lepra sino que también había alcanzado la salvación. ‘Tu fe te ha salvado’, que le dice Jesús.
Y en medio de todo esto, nosotros, que seremos capaces o no de reconocer la lepra de nuestros pecados que nos lleva a la muerte, pero a quienes hoy el Señor nos está hablando para que con confianza vayamos a El con fe para dejarnos no sólo curar sino alcanzar verdaderamente la salvación. No nos quedamos en comentar lo sucedido en una y otra escena, sino que en ellas hemos de vernos reflejados y de allí tenemos que saber deducir el mensaje que para nosotros tiene hoy la Palabra proclamada.
Es el Señor el que viene a nuestro encuentro para ofrecernos su salvación. Vamos a El pero El nos busca y nos llama. Es el Señor el que ilumina nuestra vida para que seamos capaces de reconocer cuanto de muerte hay en nosotros, pero que El es quien puede en verdad llenarnos de vida. Nos cuesta muchas veces reconocer las oscuridades de nuestra vida y nos cuesta dejarnos conducir por la Palabra del Señor que nos está siempre ofreciendo caminos de salvación.
La imagen de los leprosos que le salen al paso en el camino a Jesús, pero que se quedan lejos siguiendo las duras leyes judías que no permitían a los leprosos vivir en medio de la comunidad y junto a sus familias sino que habían de vivir en lugares apartados y marginados de todo el mundo, nos está expresando de manera muy palpable nuestra situación cuando por el pecado nos hemos apartado de Dios. Podíamos comparar también con la descripción de la vida llena de miseria y suciedad que vivía el hijo pródigo tras abandonar la casa del padre llenando su vida de miseria y de pecado. Cómo nos aleja de Dios nuestro pecado y nos encierra en nosotros mismos que hasta nos hace romper los vínculos de amor con los hermanos.
Cristo nos llama; es el pastor que ha venido a buscar la oveja perdida y se alegrará y hará fiesta por nuestra vuelta; quiere que volvamos a estar con El que nos ofrece su perdón y su gracia mientras que nosotros hemos de poner esas actitudes de arrepentimiento reconociendo por una parte nuestro pecado, pero reconociendo lo grande y maravilloso que es el amor que El nos tiene que nos está siempre ofreciendo su perdón. Como le pidiera Jesús a los leprosos que se presentaran a los sacerdotes o Eliseo a Naamán que se lavara en el Jordán, el Señor nos pide que busquemos la mediación de la Iglesia en el Sacramento para que nos veamos limpios, para que se restituya de nuevo la gracia en nuestro corazón, para que alcancemos la gracia del perdón y la salvación.
Hemos de reconocer que muchas veces somos reticentes y nos cuesta acercarnos al Sacramento. Humildad tendríamos que saber poner en el corazón para dejarnos conducir por la gracia del Señor y, como aquella mujer pecadora de la que nos habla en otra ocasión el evangelio, llenar nuestra vida de amor para que amando mucho se nos perdonen nuestros pecados.
Pero sí hemos de terminar siempre dando gloria al Señor. Dar gloria al Señor supone reconocer el bien recibido, agradecer a quien ha intervenido con su mediación pero, sobre todo, rendir nuestro espíritu lleno de gratitud ante la bondad del Señor. Somos muy fáciles para acudir a pedir al Señor de nuestras necesidades que nos socorra y que nos ayude; recibimos la gracia del Señor y qué pronto olvidamos la mano de amor infinito y llena de misericordia que se ha posado sobre nuestra alma con su gracia; qué pronto nos olvidamos de dar gracias a Dios.
Tenemos que preguntarnos, por ejemplo, cuántas veces después de recibir el perdón del Señor en el Sacramento de la Penitencia nos hemos parado para darle gracias al Señor por el perdón recibido. A lo más, nos preocupamos de cumplir la penitencia, como decimos. Nos parecemos a aquellos leprosos que muy cumplidores fueron corriendo a presentarse a los sacerdotes para cumplir con lo prescrito por la ley cuando se vieron limpios. Sólo uno, el samaritano, se volvió atrás, consideraba que ahora había algo más importante, para venir hasta Jesús y postrarse ante El dando gloria a Dios y dándole gracias por el don recibido.
Esa actitud de acción de gracias tendría que ser lo normal en nuestra vida cristiana y en nuestra oración. En fin de cuentas la fe que tenemos es la respuesta y el agradecimiento por todo el amor infinito que el Señor nos tiene y que  nos regala su salvación.  Somos los hombres y las mujeres de la Eucaristía y Eucaristía bien sabemos que significa acción de gracias. Tendríamos que ser, entonces, siempre los hombres y las mujeres de la acción de gracias. El rito lo realizamos al celebrar la Eucaristía, pero la actitud profunda de nuestro corazón de gratitud y acción de gracias al Señor quizá nos falta muchas veces de forma explícita.

Sepamos reconocer los dones del Señor y sepamos en todo momento darle gracias.

sábado, 5 de octubre de 2013

Auméntanos la fe para ser testigo de esa fe ante un mundo de increencia y de violencia

Habacuc, 1, 2-3; 2, 2-4; Sal. 94; 2Tim. 1, 6-8.13-14; Lc. 17, 5-10
‘Los apóstoles le pidieron al Señor: Auméntanos la fe’. Cuántas veces lo habremos pedido nosotros también. Ha de ser una súplica continua. Pero cuantas veces lo habremos suplicado cuando nos hemos visto envueltos por oscuridades y dudas.
Como les sucedía ahora a los apóstoles quizá. Ya hemos escuchado cómo en muchas ocasiones les cuesta llegar a comprender lo que va sucediendo en torno a Jesús o lo que Jesús mismo les dice o les anuncia. Duro les era cuando les hablaba de pasión y de cruz, ahora que subían a Jerusalén y de todo lo que allí había de pasar el Hijo del Hombre. Aunque estaban con Jesús se sentían quizá muchas veces inseguros, como  nos sucede a nosotros tantas veces, y llenos de dudas.
Ahora mismo Jesús les había hablado del perdón - es el texto inmediatamente anterior aunque no lo hemos escuchado en esta ocasión - un perdón, les decía, que tenía que ser generoso y universal; momentos antes, como escuchamos en pasados domingos les hablaba del uso de las riquezas o de los bienes materiales y pedía desprendimiento y generosidad. Suplicaban al Señor ‘auméntanos la fe’, porque quizá se sentían débiles para seguir el camino que Jesús les estaba proponiendo. Seguir a Jesús era algo que llenaba de luz su alma, pero cuando les hablaba de cargar con la cruz de cada día eso les resultaba más duro.
Hoy todos los textos de la Palabra del Señor proclamada nos iluminan en este sentido de la fe. Jesús les anima incluso con lo que les dice a continuación. ‘Si tuvierais fe como un granito de mostaza, diríais a esa morera: arráncate de raíz y plántate en el mar, y os obedecería’. No es que vayamos arrancando árboles o cambiando las montañas de sitio, como  nos dirá en otro lugar, pero estas hipérboles quieren darnos confianza y certeza en nuestra fe.
El grito del profeta Habacuc que hemos escuchado en la primera lectura pudiera representar también nuestro grito en los momentos en que perdemos los ánimos o nos llenamos de oscuridad ante lo que nos sucede o ante lo que contemplamos en el mundo que nos rodea. ‘¿Hasta cuando clamaré, Señor, sin que me escuches? ¿Te gritaré violencia sin que me salves? ¿Hasta cuando me haces ver desgracias, me muestras trabajos, violencias y catástrofes, surgen luchas, se alzan contiendas?’
Los momentos que estaba pasando el pueblo eran difíciles. Son el pueblo elegido del Señor pero ahora se ven abocados a la destrucción de todo lo más sagrado para ellos como era el templo y la ciudad de Jerusalén y conducidos a la cautividad y el destierro y se ven rodeados de violencias por todasd partes, y surge el grito desde lo hondo del corazón de los que quieren ser fieles, mantener su fe puesta en el Señor. Pero en la visión profética hay palabras que animan a la esperanza y mantener la fe en el Señor, a pesar de todas las oscuridades.
Como decíamos traducen las palabras del profeta también nuestros momentos de dudas, de oscuridades en que nos vemos perplejos quizá ante lo que nos sucede o sucede en nuestro entorno. Serán nuestros problemas personales, los sufrimientos que nos van apareciendo en la vida, nuestras propias limitaciones o la enfermedad que aparece llenándonos de dolor e incertidumbre.
Pero pueden ser también las situaciones que vemos en nuestro entorno en personas que sufren, en los problemas de carencias y pobrezas que envuelven a tantos en nuestro entorno; pueden ser ese mundo de luchas y enfrentamientos que vemos en las relaciones de unos y otros muchas veces desde la ambición o una lucha por el poder cosas que en nuestra sensibilidad nos hacen también sufrir; pueden ser catástrofes o accidentes, amenazas de guerras, secuestros, ataques terroristas o atentados que quitan la vida a tantos inocentes. ¿Quién no se siente impresionado por lo que hemos visto estos días de esos centenares de personas muertos y desaparecidos tragados por el mar en ese terrible naufragio de quienes buscaban una vida mejor?
Surge el grito como el del profeta o surge la súplica como la de los apóstoles a Jesús. ‘¿Hasta cuando, Señor?... Auméntanos la fe’. Pero tiene que despertarse también en nosotros la fe y la esperanza. ‘El justo vivirá por su fe’, decía el profeta. Esa fe que nos hace poner toda nuestra confianza en el Señor. Esa fe que nos mantendrá firmes y seguros también en esos momentos difíciles. Esa fe que da seguridad a nuestra vida porque ilumina nuestra existencia, nos hace encontrar un sentido a todo eso que vivimos y nos dará valor para caminar llenos de confianza haciendo lo que tenemos que hacer, viviendo con responsabilidad nuestra existencia. Es a lo que nos invita Jesús con esa pequeña parábola o ejemplo que nos pone.
‘Reaviva el don de Dios’, le dice san Pablo a su discípulo Timoteo, ‘porque Dios no nos ha dado un espíritu cobarde, sino un espíritu de energía, amor y buen juicio’.  Le recuerda el apóstol el testimonio que ha de dar en todo momento anunciando el evangelio aunque esté pasando por momentos duros. Por eso le dice ‘vive con fe y amor en Cristo Jesús para guardar ese depósito de la fe con la ayuda del Espíritu Santo’.
Palabras que son de ánimo también para nosotros, para que guardemos también con toda fidelidad ese depósito de la fe, para que demos testimonio de esa fe que anima nuestra vida frente a un mundo muy lleno de increencia, un mundo que muchas veces nos da la impresión que ha perdido su rumbo y que anda a oscuras y por eso lo vemos tan lleno de maldad, tan maleado por el egoísmo muchas veces insolidario en el que se rehuye el compromiso, tan lleno de violencias, tan falto de paz.
No nos podemos cruzar de brazos ni desentendernos de ese mundo que sufre. No podemos dejar que esas oscuridades nos envuelvan y contagien. Aunque sean muchas las cosas que nos tienten a la angustia y a la desesperanza, incluso cuando nos parece fracasar a causa de nuestras propias debilidades, hemos de mantener encendida esa lámpara de nuestra fe. En el Señor encontramos esa gracia que alimente nuestra fe y nos llene de fortaleza. Pero es ahí en medio de ese mundo donde tenemos que dar nuestro testimonio con valentía, con ánimo, con coraje, donde tenemos que manifestar alegres en la fe que nos anima para que en verdad despierte esperanza en tantos que van tan desorientados en la vida.

Sí, le pedimos al Señor: ‘auméntanos la fe’.

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Pidamos la humildad

Oh Jesús! Manso y Humilde de Corazón,
escúchame:

del deseo de ser reconocido, líbrame Señor
del deseo de ser estimado, líbrame Señor
del deseo de ser amado, líbrame Señor
del deseo de ser ensalzado, ....
del deseo de ser alabado, ...
del deseo de ser preferido, .....
del deseo de ser consultado,
del deseo de ser aprobado,
del deseo de quedar bien,
del deseo de recibir honores,

del temor de ser criticado, líbrame Señor
del temor de ser juzgado, líbrame Señor
del temor de ser atacado, líbrame Señor
del temor de ser humillado, ...
del temor de ser despreciado, ...
del temor de ser señalado,
del temor de perder la fama,
del temor de ser reprendido,
del temor de ser calumniado,
del temor de ser olvidado,
del temor de ser ridiculizado,
del temor de la injusticia,
del temor de ser sospechado,

Jesús, concédeme la gracia de desear:
-que los demás sean más amados que yo,
-que los demás sean más estimados que yo,
-que en la opinión del mundo,
otros sean engrandecidos y yo humillado,
-que los demás sean preferidos
y yo abandonado,
-que los demás sean alabados
y yo menospreciado,
-que los demás sean elegidos
en vez de mí en todo,
-que los demás sean más santos que yo,
siendo que yo me santifique debidamente.

McNulty, Obispo de Paterson, N.J.

Tumba del Santo Padre Pio.

Tumba del Santo Padre Pio.
Alli rece por todos uds. Giovani Rotondo julio 2011

Rueguen por nosotros

Padre Celestial me abandono en tus manos. Soy feliz.


Cristo ten piedad de nosotros.

Mientras tengamos vida en la tierra estaremos a tiempo de reparar todos los errores y pecados que cometimos. No dejemos para mañana . Hoy podemos acercarnos a un sacerdote y reconciliarnos con Dios,

Tu eres Pedro y sobre esta piedra edificare mi Iglesia dijo Jesus

Jesucristo Te adoramos por todos aquellos que no lo hacen . Amen

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