Que alegria amigo que entres a esta Casa .Deja tu huella aqui. Escribenos.

Se alegra el alma al saber que tu estas aqui, en nuestra casa de paz

Amigo de mi alma tengo un gran deseo en mi corazon Amar a Dios por todos aquellos que no lo hacen hoy. ¿Me ayudas con tus aportes de amor cada vez que entres aqui? dejanos tu palabra de bien, tu gesto amoroso hacia Dios y los hermanos.

Seamos santos. Dios nos quiere santos

Adri

Seremos c ompletamente libres ,si nos determinamos a no consentir mas ante el pecado.

Seremos c ompletamente libres ,si nos determinamos a no consentir  mas ante  el pecado.
Determinemonos en el deseo de llegar a ser santos.

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viernes, 24 de mayo de 2013

Adoración, alabanza y acción de gracias al Misterio santo de la Trinidad de Dios

Prov. 8, 22-31; Sal. 8; Rom. 5, 1-5; Jn. 16, 12-15
‘Señor, dueño nuestro, ¡qué admirable es tu nombre en toda la tierra!’, repetíamos en el salmo. ‘Cuando contemplo el cielo, obra de tus dedos, la luna y las estrellas que has creado, ¿qué es el hombre, para que te acuerdes de él, el ser humano, para darle poder?’ Sí, contemplemos las maravillas que hizo el Señor pero cantemos al mismo tiempo nuestra mejor alabanza a su santo nombre.
‘¿Qué es el hombre para que te acuerdes de él?’ Nos sentimos pequeños, nos sentimos sobrecogidos ante el poder y la grandeza del Señor, su inmensidad que todo lo llena y su sabiduría, cuando contemplamos la gloria del Señor. No terminamos de alabar lo suficiente la gloria del Señor. Hemos de detenernos a contemplar su gloria admirando sus maravillas. Decimos que somos creyentes pero no terminamos de reconocerle. Es el Señor; es el Dios todopoderoso creador de todas las cosas que todo lo llena con su inmensidad. Es el Señor, nuestro Dios que nos llena, nos envuelve y nos inunda con su presencia. ¡Con qué intensidad tiene que ser nuestra alabanza!
Pero ahí está la maravilla, es un Dios que nos ama y derrama su amor sobre toda la creación; un Dios que nos ama y nos inunda con su amor. Un Dios que a pesar de su inmensidad y su grandeza no lo contemplamos alejado de nosotros allá en la lejanía de los cielos, como sentado en su trono de gloria, sino que podemos sentirlo junto a nosotros, más aún podemos sentirlo dentro de nosotros porque en nosotros quiere poner su morada, convirtiéndonos en templo y morada de Dios. ¿No hay ahí motivos suficientes para que con toda nuestra vida y en todo momento cantemos nuestra acción de gracias al Señor?
Hoy contemplamos de manera especial y celebramos todo el misterio de Dios. Estamos celebrando el misterio de Dios en su Santísima Trinidad que solo podemos conocerlo y reconocerlo porque El así nos lo ha revelado. Una fiesta y una celebración muy especial que celebramos en este domingo primero después de haber concluido el recorrido de la Pascua. Y es que a través de todo el misterio pascual que hemos celebrado hemos ido contemplando todo ese misterio de amor de Dios que se nos revela.
Hoy es el domingo de la Santísima Trinidad. Damos gracias y damos gloria ‘a Dios Padre, todopoderoso y eterno que con su único Hijo y el Espíritu Santo es un solo Dios, un solo Señor, no una sola persona, sino tres personas en una sola naturaleza’, como confesamos en el Credo y cantamos en el Prefacio de nuestra Acción de gracias. ‘En verdad es justo y necesario darte gracias, siempre y en todo lugar’.
Lo creemos como lo confesamos en el Credo porque así quiso Dios revelársenos; damos gracias porque así ha querido hacernos partícipes de ese misterio de Dios, pero al mismo tiempo nos postramos para adorar este Misterio santo de Dios. Doblamos nuestras rodillas y nos postramos desde lo más hondo del corazón, porque con toda nuestra vida queremos adorar a Dios reconociéndolo como el único Dios y Señor de nuestra vida y queremos para siempre cantar su gloria. ‘Confesamos nuestra fe en la Trinidad santa y eterna y en su unidad indivisible’ pero nos postramos en adoración y en alabanza para cantar con todas nuestras fuerzas la gloria del Señor.
Todo honor y toda gloria a Dios uno y trino; todo honor y toda gloria a Dios Padre todopoderoso por Jesucristo, en Jesucristo y con Jesucristo en la unidad del Espíritu Santo. Así llegaremos al momento cumbre de nuestra celebración donde queremos hacer la más hermosa ofrenda de nuestra vida para la gloria y el honor del Señor por toda la eternidad.
Vivamos ese momento de nuestra Eucaristía con toda intensidad. Démosle hondo sentido a cada una de las oraciones y a cada uno de los momentos de nuestra celebración. Que porque cada vez que celebramos la Eucaristía repitamos las mismas palabras, no bajemos la intensidad y la vida que ponemos en ellas para alabar de todo corazón al Señor.
No es momento hoy para hacernos grandes reflexiones ni para ponernos a hacer explicaciones teológicas del misterio de Dios. Serían otros los momentos para la catequesis y para esa reflexión que nos ayude a conocer más y más nuestra fe, a profundizar en su conocimiento y reflexión para que podamos llegar a dar profunda razón de nuestra fe y nuestra esperanza. El año de la fe que estamos celebrando tendría que motivarnos a querer hacer esa profundización y reflexión y podría ser un buen compromiso de la celebración de este día.
Ahora es momento para el reconocimiento y la adoración; es momento para la alabanza y la acción de gracias; es el momento de proclamar bien alta nuestra fe que nos convierte en testigos en medio de nuestros hermanos; es el momento de la celebración, una celebración es cierto que nos lleve a la vida y al compromiso de vida.
Pero no nos podemos cansar de alabar y bendecir al Señor, de darle gracias y de postrarnos ante Dios en adoración. Convertimos demasiadas veces nuestras celebraciones en unos listados de peticiones al Señor como quien viene a despechar con el que puede resolverle sus muchos problemas, pero no llegamos a expresarle todo lo que es nuestro amor con nuestras palabras y nuestros cánticos de bendición y de alabanza.
Que todas las criaturas alaben a su Señor; con los ángeles y con los arcángeles, y con todos los coros celestiales queremos cantar el cántico que eternamente se escucha en el cielo con el que se proclama la Santidad de Dios. Estamos celebrando la acción de gracias de toda la creación. Los cielos y la tierra proclaman la gloria del Creador, la gloria del Señor.
Estamos celebrando en esta liturgia de la tierra los que aun caminamos en medio de este mundo la mejor acción de gracias que podemos ofrecer desde nuestra vida, desde nuestra fe y desde nuestro amor, uniéndonos a la liturgia del cielo con la esperanza de que un día podamos gozar todos juntos de la plenitud eterna de la gloria del Señor, cuando podamos contemplar cara a cara a Dios y cantar eternamente sus alabanzas.

Que con toda nuestra vida y siempre cantemos la gloria del Señor. Que podamos decir con todo sentido y desde lo más profundo de nuestro corazón: gloria al Padre, gloria al Hijo, gloria al Espíritu Santo.

viernes, 17 de mayo de 2013


Llenos del Espíritu somos testigos de esperanza y vida para la Iglesia y para el mundo

Hechos, 2, 1-11; Sal. 103; 1Cor. 12, 3-7.12-13; Jn. 20, 19-23
‘Estaban todos reunidos en el mismo lugar. De repente, un ruido del cielo, como de un viento recio, resonó en toda la casa donde se encontraban’. Son los signos con los que se manifiesta el Espíritu. Vendrán luego las llamaradas, como lenguas de fuego, que se posaban encima de cada uno, el comenzar a hablar de manera que todos los entendían fuera la que fuera la lengua que hablaran o el lugar de donde procedían, el ardor de los apóstoles que antes estaban encerrados y que ahora salen a la calle y comienzan valientemente a hablar de Jesús.
El aire o el viento no se ve ni se puede palpar, pero sí se puede sentir, nos puede mover y arrastrarnos o hacernos estremecer; no sabemos donde está ni de donde viene pero sí podemos sentir sus efectos. Es el primer signo que sienten y experimentan de la presencia del Espíritu; tampoco lo vemos, pero si lo podemos sentir; nos cuesta entender de donde nos puede venir pero sí podremos experimentar sus efectos en nuestra vida; no es algo físico o palpable porque no es corporal ni material, pero sí puede transformar nuestra vida. Es Dios mismo que envuelve nuestra vida y moverá nuestro corazón hasta transformarlo. Estamos hablando del Espíritu Santo, tercera persona de la Santísima Trinidad.
Fue una experiencia grande la que vivieron los apóstoles que estaban esperando el cumplimiento de la promesa de Jesús y sus vidas se vieron transformadas. Sus vidas a partir de aquel momento parecía que estaban inflamadas por un fuego divino y se convirtieron en señales atronadoras para todos los hombres. Hoy vemos como la gente se arremolina en la calle en torno a los apóstoles; no habían visto nada, pero sí habían sentido todos las señales; ahora las señales están palpables en la manera de hablar de los apóstoles de modo que ya no había miedos que los encerrasen ni nada los podía paralizar y un lenguaje nuevo comenzaba a utilizarse de manera que todos los podían entender.
Estamos celebrando Pentecostés; estamos celebrando el gran milagro de la presencia del Espíritu ya no solo que vino sobre los apóstoles sino que fundaba la Iglesia que se sentía inundada de ese Espíritu de Jesús para anunciar su nombre a todos los hombres. Estamos celebrando Pentecostés, pero no solo el que sucedió cincuenta días después de la Pascua en que Cristo se entregó, sino el Pentecostés de todos los días y de todos los tiempos en que el Espíritu Santo se sigue manifestando en su Iglesia, sigue llenando el corazón de los fieles e inflamándolos del amor divino. Estamos celebrando Pentecostés hoy porque hoy se sigue manifestando el Espíritu y llenando también nuestros corazones. El Espíritu del Señor se sigue manifestando en nuestra vida. Hay un perenne Pentecostés del Espíritu sobre la vida de la Iglesia. Hemos de descubrirlo y sentirlo con fe.
Estaban reunidos nos dice el relator de los Hechos de los Apóstoles y nos dice también el evangelista. Algo muy significativo y que ha de movernos al compromiso. Estaban reunidos y se manifestó el Espíritu; se manifestó el Espíritu y comenzó a sentirse una comunión nueva porque nacía la Iglesia y llenos del Espíritu del amor ahora comenzaba un estilo nuevo de vida para los creyentes en Jesús que se convertirían en testigos de ese amor de Dios que se había manifestado en Jesús y que tendría que comenzar a manifestarse también a través de la vida los creyentes. En la unidad y para la unidad se manifiesta el Espíritu, se derrama el Espíritu Santo sobre la Iglesia, sobre todos los cristianos.
Es el Espíritu que se manifiesta para el bien común, como nos dice san Pablo. Somos diferentes, cada uno con sus carismas, con sus valores, con lo que es su vida, pero todos llamados a la comunión y a poner en común todo eso que es nuestra vida con la fuerza y la gracia del Espíritu. Lo expresamos también en la celebración cuando en la plegaria eucarística ‘pedimos humildemente que el Espíritu Santo nos congregue en la unidad a cuantos participamos del Cuerpo y de la Sangre de Cristo… llenos de su Espíritu Santo formemos en Cristo un solo cuerpo y un solo espíritu’.
Es el Espíritu que nos santifica y  nos transforma, nos llena de gracia y nos hace partícipes de la vida de Dios, haciéndonos hijos  de Dios. ‘Creemos en el Espíritu Santo, Señor y dador de vida’, que confesamos en el Credo de nuestra fe. Como el agua viva que Jesús ofreció a la samaritana junto al pozo de Jacob; como el vino nuevo que regaló a los novios de Caná; como el aceite que llenaba de vida y salud como usó el buen samaritano con el caído junto al camino; como el ungüento de misericordia y de alegría con que fue ungido Jesús como el Mesías de Dios y como somos ungidos nosotros para ser otros Cristos en medio del mundo. El Espíritu, Señor y dador de vida.
Es el mismo Espíritu que ungió a Jesús para anunciar la Buena Nueva a los pobre, para dar libertad a los oprimidos, para proclamar el año de gracia del Señor y al que contemplamos a lo largo del evangelio liberando a todos los oprimidos por el diablo, dando vida y salud a cuantos acudían a El y alcanzándonos gracia y misericordia con su sangre redentora. Pero es el Espíritu que nos unge a nosotros con la misma misión de Jesús para que sigamos anunciando ese Evangelio de gracia y de salvación a todos los hombres, y para que vayámonos repartiendo por el mundo haciendo presente por nuestra obras el amor y la misericordia del Señor a cuantos sufren y vayamos realizando ese mundo nuevo que es el Reino de Dios.
No caben ya en nosotros los temores ni las cobardías; no podemos quedarnos encerrados en nosotros mismos sino que desde nuestra comunión de amor que vivimos intensamente por la fuerza del Espíritu en medio de la Iglesia salgamos al encuentro de nuestros hermanos para ser esos testigos del evangelio, para ser testigos del nombre de Jesús en quien alcanzamos la salvación, salvación que hemos de llevar a todos los hombres y de todos los tiempos. Ya nosotros podemos hablar el lenguaje nuevo del amor y de la paz, de la justicia y de la salvación que es para todos y todos pueden entender. Con nosotros está ya para siempre la fuerza del Espíritu que como don especial, como un Pentecostés especial para nuestra vida, recibimos en el Sacramento de la Confirmación.
La fuerza del Espíritu ha removido también nuestros corazones y nuestras vidas y ahora con nuestro testimonio tenemos que convertirnos en señales para todos los hombres de esa gracia y de ese perdón de Dios - recibimos el Espíritu para el perdón de los pecados, como escuchamos en el evangelio -; tenemos que convertirnos en testigos que anuncien y construyan ese mundo nuevo donde predomine ya para siempre el amor y la comunión, donde reine la paz, donde florezcan con nueva y grande vitalidad todos esos valores nacidos del evangelio que harán un mundo nuevo.
Significativo y comprometedor, decíamos antes, es el Pentecostés que estamos celebrando. Aquellos mismos signos que se dieron entonces tienen que seguirse dando en nosotros, tienen que seguirse manifestando en la Iglesia. Comprometedor porque no podemos celebrar Pentecostés de cualquier manera sino que viviéndolo intensamente nos sentiremos llenos del Espíritu, transformados por el Espíritu y necesariamente hemos de convertirnos en testigos de Jesús en medio de los hombres y mujeres de nuestro tiempo.
Somos profetas y testigos que ya no podemos callar; serán nuestras palabras, serán nuestras obras de amor y de justicia, será el compromiso serio que vivamos en medio de nuestra iglesia y de nuestro mundo por hacerlo mejor, por llenarlo de vitalidad, con lo que nos vamos a manifestar como testigos, con lo que tenemos que aparecer como profetas de Cristo en medio de nuestro mundo.
Es Pentecostés y no puede ser algo que vivamos de una forma anodina y mediocre sino que tiene que ser algo transformador y renovador de nuestra vida y de nuestro mundo. Es Pentecostés y hemos de sentir dentro de nosotros toda la fuerza del Espíritu que nos pone en pie ante nuestros hermanos para anunciar el nombre de Jesús. Es Pentecostés y llenos del Espíritu llenaremos de esperanza y vida nueva a nuestra Iglesia y a nuestro mundo.
Lo estamos sintiendo; se nos está manifestando de forma nueva en medio de la Iglesia. Un signo de esa presencia del Espíritu en medio de la Iglesia hoy es el Papa Francisco que nos ha regalado para bien de la misma Iglesia y para ser luz en medio de nuestro mundo.
Demos gracias a Dios por el gran regalo del Espíritu.

viernes, 10 de mayo de 2013


La Ascensión, fiesta grande de esperanza que nos hace testigos de una presencia nueva de Cristo entre nosotros

Hechos, 1, 1-11; Sal. 46; Hebreos, 9, 24-28; 10, 19-23; Lc. 24, 46-53
Hemos escuchado el relato que nos hace san Lucas tanto en los Hechos de los Apóstoles como en el evangelio de la Ascensión del Señor. Con gozo grande estamos hoy celebrando la gloria del Señor. También quizá nosotros como los apóstoles en el Monte de los Olivos nos hemos quedado extasiados contemplando su vuelta al Padre, como lo había anunciado repetidamente en la última cena.
‘Galileos, ¿qué hacéis ahí plantados mirando al cielo?’, fue el grito que les hacía volver en sí de su ensimismamiento de aquellos dos hombres vestidos de blanco que de repente se presentaron ante ellos. Pero quizá era una reacción totalmente natural. Era una despedida y ya sabemos que las despedidas son dolorosas. Nos quedamos viendo marcharse y alejarse a quien hemos despedido como si deseáramos que una vez más se vuelva hacia nosotros para tener algún nuevo gesto de su adiós o como si deseáramos que volviese de nuevo junto a nosotros. Siempre recuerdo en mi infancia lo doloroso y traumático de la despedida primero de mis hermanos, luego de mi padre cuando marcharon a Venezuela; nos quedábamos allá junto al malecón del muelle viendo alejarse el barco como si en la lejanía todavía nos siguieran haciendo el gesto de despedida con la mano.
Así estaban los apóstoles ensimismados. ‘¿Qué hacéis ahí plantados mirando al cielo? El mismo Jesús que os ha dejado para subir al cielo volverá como le habéis visto marcharse’. ¿Palabras de consuelo que tratan de animar a quien está triste por la despedida? ¿o palabras que despiertan de verdad esperanza? Ya nos lo había enseñado Jesús. Nos había dicho que estaría siempre con nosotros. Pero ahora era de una manera nueva, tendríamos que tener otros ojos, otra mirada para descubrirle, para verle, para sentirle. Ahora necesitaríamos mucho más de la fe.
‘No os alejéis de Jerusalén’, les había dicho. ‘Quedaos en la ciudad hasta que recibáis fuerza de lo alto… aguardad a que se cumpla la promesa de mi Padre de la que os he hablado… dentro de pocos días seréis bautizados con Espíritu Santo’.
Jesús sube al cielo, como decíamos en el salmo ‘Dios asciende entre aclamaciones, el Señor al son de trompetas’; es la vuelta de Jesús al Padre como nos lo había anunciado. ‘Es el Señor, el rey de la gloria, vencedor del pecado y de la muerte que asciende a lo más alto del cielo, como mediador entre Dios y los hombres, como juez de vivos y muertos’.  Pero no se desentiende de nosotros porque su presencia por la fuerza del Espíritu prometido va a estar para siempre con nosotros. Es la presencia nueva y viva que podemos sentir y experimentar, que viviremos en cada uno de los sacramentos; es la presencia viva que por la fuerza del Espíritu podremos experimentar cuando amamos de verdad a los hermanos. ‘El mismo Jesús que os ha dejado para subir al cielo volverá como le habéis visto marcharse’, que le decían los ángeles a los apóstoles.
Pero Jesús nos está además confiando una misión al mismo tiempo que su ascensión los está levantando a nosotros hacia lo alto. Su victoria es nuestra victoria y en su victoria en su gloriosa ascensión nos está diciendo cómo nosotros hemos de ir realizando esa ascensión en nuestra vida para que sea victoria como la de él.
Por la fuerza del Espíritu sentiremos cómo nosotros somos llevados a lo alto, cómo nosotros hemos de emprender también una ascensión en nuestra vida. Es ese crecer de nuestra vida cada día con más fe y con más amor; es ese crecer de nuestra vida superando vicios, apegos y ataduras; es ese crecer cuando somos capaces de llenar nuestro corazón de amor y de misericordia para ser compasivos con los demás, para saber perdonar, para saber confiar en el otro; es ese crecer en nuestra vida cuando ahondamos más y más abriéndonos a un espíritu de oración y de escucha atenta a la palabra del Señor; es ese crecer cuando somos capaces de darnos y de sacrificarnos por los demás, por causas nobles y bellas, por la búsqueda de la verdad; es ese crecimiento interior cuando somos portadores de paz y constructores de reconciliación allí en medio de nuestros hermanos; es ese crecimiento en la búsqueda de lo bueno, de lo justo con un corazón generoso y lleno de amor.
Es una tarea que día a día hemos de ir realizando aunque nos suponga esfuerzo y superación porque no nos queremos quedar en una vida ramplona y sin ideales para luchar por un mundo mejor. Es la tarea de la construcción del Reino de Dios que hemos de ir realizando y para lo que Jesús en su marcha al cielo nos ha dejado el testigo en nuestras manos que no podemos de ninguna manera rehuir ni dejar a un lado. Es la misión que Jesús nos ha confiado y para lo que nos ha dejado la fuerza de su Espíritu.
‘En su nombre se predicará la conversión y el perdón de los pecados a todos los pueblos comenzando por Jerusalén’, escuchamos que Jesús les confía a sus apóstoles, nos confía a nosotros antes de la Ascensión. Por eso, aunque sentimos deseos de quedarnos extasiados mirando al cielo, sin embargo hemos de seguir mirando al mismo tiempo a ras del suelo para ver ese mundo donde tenemos que hacer ese anuncio, para ver a esos hermanos a los que tenemos que anunciarles el nombre de Jesús, pero para ver también los sufrimientos de nuestros hermanos los hombres, en tantos que están caídos a la vera del camino y que como aquel buen samaritano de la parábola hemos de saber bajarnos de nuestra cabalgadura para con el vino y el aceite de nuestro amor, de nuestra generosidad, de nuestro compartir sanar sus heridas, sanar las heridas de nuestro mundo.
Hemos de ser testigos de Cristo muerto y resucitado llevando más amor a nuestro mundo porque es lo que verdaderamente lo podrá transformar; hemos de ser testigos de misericordia y de fraternidad, de comunión y de paz entre nuestros hermanos siendo de verdad instrumentos de reconciliación.
Cristo nos envía a anunciar la Buena Noticia, con la misma misión que El recibió del Padre, para evangelizar a los pobres, para sanar corazones desgarrados, para ayudar a la más profunda liberación de tantas esclavitudes en que vive inmerso nuestro mundo. A un mundo que padece de tristeza y angustia nosotros hemos de predicar la alegría y la esperanza; a un mundo desorientado que no encuentra caminos de redención nosotros tenemos que anunciar que Cristo es el Camino y la Verdad y la Vida; a un mundo dividido y roto por las guerras, los enfrentamientos y los egoísmos ambiciosos nosotros tenemos que trabajar por la paz y la reconciliación y señalar que el amor es la mejor senda para hacer un mundo nuevo; a un mundo lleno de injusticias y maldades que sigue esclavizando a los más débiles nosotros tenemos que anunciarles la verdadera liberación que en Cristo podemos encontrar. A un mundo que vive sin Dios, al margen de Dios, nosotros hemos de hacerle ver que en verdad Dios está en medio de nosotros.
Y todo eso lo realizamos con esperanza, con la fe cierta de que la victoria de Cristo que hoy celebramos en su Ascensión es también nuestra victoria, porque no estamos solos, porque el Espíritu de Cristo está con nosotros y El es nuestra fuerza y nuestra luz; en El encontramos la gracia y tenemos la fortaleza y el valor para realizar esa lucha por ese mundo mejor. ‘El ha querido precedernos como cabeza nuestra, para que nosotros, miembros de su cuerpo, vivamos en la ardiente esperanza de seguirlo en su Reino’, como decimos en el prefacio.
‘Mientras Jesús bendiciéndolos se separó de ellos subiendo al cielo, ellos se postraron ante El y se volvieron a Jerusalén con gran alegría’. Es la alegría, la fiesta grande que también nosotros hoy celebramos en su Ascensión. No nos caben las tristezas porque la ascensión no es una despedida llena de amarguras, sino que es aprender a descubrir y a sentir esa presencia nueva de Cristo entre nosotros para hacerlo también cada día más presente en nuestro mundo.

viernes, 3 de mayo de 2013


No  nos puede faltar la alegría de Cristo resucitado

Hechos, 15, 1-2.22-29; Sal. 66; Apoc. 21, 10-14.22-23; Jn. 14, 23-29
‘Continuar celebrando con fervor estos días de alegría en honor de Cristo resucitado’, pedíamos en la oración de la liturgia de este día. No puede decaer nuestra alegría; no puede decaer nuestro fervor y entusiasmo, aunque hayan pasado cinco semanas del domingo de la Pascua. Es algo grande y maravilloso lo que celebramos y no se puede enfriar nuestro espíritu. Tenemos que seguir viviendo el espíritu de la Pascua, ahora de una manera intensa en el tiempo pascual, pero el espíritu pascual que ha de acompañarnos a lo largo de toda nuestra vida.
Por eso pedíamos que ‘los misterios que estamos recordando - celebrando - transformen nuestra vida y se manifiesten en nuestras obras’. Como decíamos, no celebramos la Pascua como algo ajeno a nosotros y a nuestra vida. Es algo que nos afecta profundamente. No era una simple tristeza por ver a alguien que sufría lo que vivíamos en los días de la pasión. Contemplábamos un misterio inmenso donde se estaba manifestando el amor de Dios que venía con su salvación que llegaba a su expresión más gloriosa cuando celebrábamos a Cristo resucitado.
Pero, ¿en qué consistía esa salvación? ¿algo como que se añadía a nuestra vida como si fuera algo así como un adorno o algo superpuesto exteriormente? De ninguna manera. La salvación que Jesús nos ofrece transforma totalmente nuestra vida desde lo más hondo de nosotros mismos. Estábamos envueltos y sumergidos en el pecado y la muerte y Jesús con su pascua nos arranca de esa muerte, dando muerte al pecado, para llenarnos de una vida nueva. Nos sentimos transformados en la resurrección a vivir una vida nueva.
Vivir esa vida nueva, esa salvación es un abrirnos a Dios para sumergirnos en Dios y para llenarnos de Dios; es un abrirnos de Dios para entrar en una órbita nueva que es la del amor, porque es el amor de Dios que se derrama sobre nosotros de manera que quedamos inundados de él y ya no sabremos vivir sino para el amor. Será el sentido nuevo de nuestra vida, de nuestro vivir. Ya no podremos vivir de otra manera sino amando y no con un amor cualquiera, como escuchábamos y reflexionábamos el pasado domingo, sino con un amor como el que Dios nos tiene, como el amor que nos tiene Jesús que le ha llevado a esa entrega suprema de amor que fue su pascua, su muerte en la cruz.
Nos sentimos transformados y ¡de qué manera! Sí, nuestra vida tiene que ser distinta. Fijémonos en las palabras de Jesús hoy en el evangelio. ‘El que me ama guardará mi palabra, y mi Padre lo amará, y vendremos a él, y haremos morada en él’. Dios que hace morada en nosotros. ¡Qué maravillosa y misteriosa revelación! Dios ya no está lejos, ni siquiera cerca de ti, está dentro de ti. No lo vamos a buscar en lugares extraños, en hechos extraordinarios o acontecimientos especiales o espectaculares. No necesitaremos subir a la montaña como Moisés en el Sinaí, ni irnos al desierto como Elías. Dios está dentro de ti, porque hace morada en ti. Allí donde vayas, Dios sigue estando en ti.
Esto tan maravilloso es algo que no terminamos de asumir plenamente para vivirlo con toda intensidad. Cuando en el Bautismo nos unimos a Cristo, como hemos recordado tantas veces, Dios comenzó a habitar en nosotros. Recordemos que decimos que desde nuestro Bautismo somos morada de Dios y templo del Espíritu Santo. El Bautismo significa un sí tan grande a Cristo que así transforma totalmente nuestra vida. No es un simple rito que realicemos. Es algo profundo lo que se realiza en nuestra vida. A través de ese signo del sacramento le estamos dando toda nuestra fe y nuestro amor de manera que ya toda nuestra vida no ha de hacer otra cosa que buscar la gloria de Dios realizando su voluntad en  nosotros. Y entonces nos sentimos amados de Dios de tal manera que Dios viene a habitar en nosotros, como nos está diciendo Jesús hoy en el evangelio.
Pero esto es algo que no podemos olvidar fácilmente, porque está comprometiendo nuestra vida para siempre. ¡Qué santa tiene que ser nuestra vida cuando somos conscientes de cómo Dios habita en nosotros! Muchas conclusiones podríamos sacar. Es cierto que estamos llenos de debilidades y el pecado nos acecha, pero ya Jesús nos ha prometido el Espíritu que será nuestra sabiduría y nuestra fortaleza. ‘El Espíritu, que enviará el Padre en mi nombre, será quien os lo enseñe todo y os vaya recordando todo lo que os he dicho’.
Cuando vamos viviendo todo esto una paz nueva llena nuestro corazón. Podrá haber dificultades y contratiempos, pero no nos faltará la paz. Nos sentiremos tentados y zarandeados por el enemigo malo que se nos puede manifestar de muchas formas - muchas veces en la oposición que podamos encontrar en un mundo adverso que nos rodea que nos puede hacer pasar por malos momentos de incomprensión o de muchas cosas en contra, o los problemas con que nos vamos enfrentando en nuestra vida, enfermedades, limitaciones, etc. - pero tenemos la paz de Cristo con nosotros, en nuestro corazón.
‘La paz os dejo, la paz os doy; no os la doy como la da el mundo, pero que no tiemble vuestro corazón ni se acobarde’, nos dice Jesús. Porque esa paz no es algo que nos sea impuesto como muchas veces sucede con las cosas y estilos del mundo, sino que aun en los conflictos tenemos paz, porque tenemos la seguridad de que Dios está con nosotros y su Espíritu es nuestra fuerza.
Todo esto que estamos reflexionando desde la Palabra del Señor proclamada en este sexto domingo de Pascua puede sernos también iluminador para esta jornada que estamos celebrando en nuestra Iglesia de España con la Pascua del Enfermo. Y es que un enfermo que vive en cristiano, por decirlo de alguna manera, su enfermedad siente de forma intensa ese paso de Dios por su vida ahí en sus propios dolores, limitaciones y sufrimientos. Su propia enfermedad puede ser verdaderamente un sacramento de Dios para su vida.
¿Cómo podemos entenderlo? Recorramos las páginas del evangelio y veremos a Jesús junto a los enfermos y a cuantos sufren y siempre la presencia de Jesús es motivo de paz, de salud y de salvación. Con fe acuden a Jesús con sus males y dolencias y la mano de Jesús se va posando sobre ellos para llenarlos de vida y de esperanza. Muchos sanarán incluso físicamente de sus enfermedades corporales, pero todos se sanarán desde lo más hondo de sí mismos porque en ellos se despierta la fe, renace la esperanza y aparece la paz y el amor en sus corazones. Jesús va siempre repartiendo vida y perdón, gracia y paz, y los corazones se llenan de fortaleza y esperanza.
Es lo que en esta pascua del enfermo de manera especial queremos celebrar y vivir. ‘La paz os dejo, la paz os doy…’ nos sigue diciendo hoy Jesús. Y como decíamos antes, podrán haber dificultades y contratiempos, pero no nos faltará la paz; podrán sufrir nuestros cuerpos o vernos muy limitados por nuestras debilidades o los muchos años, pero teniendo a Cristo con nosotros y dejándonos inundar por su amor, estaremos llenos siempre de paz, porque Dios habita en nuestros corazones. Y entonces sabremos darle sentido a nuestro sufrimiento y sabremos unirnos a la pascua del Señor ofreciendo también nuestra vida en bien de la iglesia y para la gloria de Dios.
Es lo que hoy queremos celebrar. Que ‘los misterios que estamos celebrando transformen nuestra vida y se manifiesten en nuestras obras’, en la vida de cada día.

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Administracion general y adjuntos

Pidamos la humildad

Oh Jesús! Manso y Humilde de Corazón,
escúchame:

del deseo de ser reconocido, líbrame Señor
del deseo de ser estimado, líbrame Señor
del deseo de ser amado, líbrame Señor
del deseo de ser ensalzado, ....
del deseo de ser alabado, ...
del deseo de ser preferido, .....
del deseo de ser consultado,
del deseo de ser aprobado,
del deseo de quedar bien,
del deseo de recibir honores,

del temor de ser criticado, líbrame Señor
del temor de ser juzgado, líbrame Señor
del temor de ser atacado, líbrame Señor
del temor de ser humillado, ...
del temor de ser despreciado, ...
del temor de ser señalado,
del temor de perder la fama,
del temor de ser reprendido,
del temor de ser calumniado,
del temor de ser olvidado,
del temor de ser ridiculizado,
del temor de la injusticia,
del temor de ser sospechado,

Jesús, concédeme la gracia de desear:
-que los demás sean más amados que yo,
-que los demás sean más estimados que yo,
-que en la opinión del mundo,
otros sean engrandecidos y yo humillado,
-que los demás sean preferidos
y yo abandonado,
-que los demás sean alabados
y yo menospreciado,
-que los demás sean elegidos
en vez de mí en todo,
-que los demás sean más santos que yo,
siendo que yo me santifique debidamente.

McNulty, Obispo de Paterson, N.J.

Tumba del Santo Padre Pio.

Tumba del Santo Padre Pio.
Alli rece por todos uds. Giovani Rotondo julio 2011

Rueguen por nosotros

Padre Celestial me abandono en tus manos. Soy feliz.


Cristo ten piedad de nosotros.

Mientras tengamos vida en la tierra estaremos a tiempo de reparar todos los errores y pecados que cometimos. No dejemos para mañana . Hoy podemos acercarnos a un sacerdote y reconciliarnos con Dios,

Tu eres Pedro y sobre esta piedra edificare mi Iglesia dijo Jesus

Jesucristo Te adoramos por todos aquellos que no lo hacen . Amen

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