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Seamos santos. Dios nos quiere santos

Adri

Seremos c ompletamente libres ,si nos determinamos a no consentir mas ante el pecado.

Seremos c ompletamente libres ,si nos determinamos a no consentir  mas ante  el pecado.
Determinemonos en el deseo de llegar a ser santos.

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sábado, 28 de junio de 2014

Una confesion de fe que nos abre el camino de la Iglesia



Una confesión de fe que nos abre el camino de la Iglesia

Hechos, 12. 1-11; Sal. 33; 2Tim. 4, 6-8.17-18; Mt. 16, 13-19
Una confesión de fe que nos abre el camino de la Iglesia. ‘Tú eres el Mesías, el Hijo de Dios vivo’, confiesa Pedro. ‘Tú eres Pedro, y sobre esta piedra edificaré mí Iglesia… te daré las llaves del Reino de los cielos: lo que ates en la tierra quedará atado en el cielo, lo que desates en la tierra, quedará desatado en el cielo’.
Ciertamente el momento es solemne y de suma trascendencia. Jesús les pregunta por su fe y es Pedro el que se adelanta a confesarla. ‘No te lo ha revelado nadie de carne y hueso, sino mi Padre que está en el cielo’, le dice Jesús. Pero ‘así como mi Padre me ha enviado, así os envío yo’, dirá Jesús en otra ocasión, pero de ahora en adelante Pedro tiene una misión, ha sido enviado, se le confiado la Iglesia, ha de mantenerse firme, porque ha de confirmar para siempre en la fe a sus hermanos.
Desde el principio del evangelio los encuentros de los primeros discípulos, y, si queremos, en especial de Pedro van a ser impactantes y Pedro se va a sentir sobrecogido por lo que el Señor le va revelando y le va confiando. Será su hermano Andrés el que lo lleve a Jesús ‘porque hemos encontrado al Mesías’, pero desde el primer momento ya Jesús lo llama por su nombre, aunque le anunciará que va a ser piedra, una piedra fundamental en la futura Iglesia. ‘Tú eres Simón, el hijo de Jonás; en adelante te llamarás Cefas, (es decir, Pedro)’. El cambio de nombre significa el anuncio o la concesión de una misión especial.
Será junto al lago, cuando estén remendando las redes o limpiando la barca y los llame para seguirle, o será después de la pesca milagrosa en la que ya Pedro adelanta una confesión de confianza en la palabra de Jesús -‘por tu nombre, porque tú me lo dices, aunque yo sé que no hay pesca porque he estado toda la noche bregando, echaré las redes’- cuando Pedro impresionado se siente pecador en la presencia de Jesús al que ya está contemplando como una presencia extraordinaria y maravillosa de Dios, pero Jesús los llamará para ser pescadores de hombres. ‘Apártate de mi, que soy un pecador’, le había dicho Pedro postrándose ante Jesús, pero Jesús les dirá en una y otra ocasión: ‘Venid conmigo que os haré pescadores de hombres’.
Otro momento de sentirse impresionado por la manifestación de la gloria del Señor será en lo alto del Tabor. Grande y maravilloso es el misterio de luz que están contemplando y merece la pena quedarse allí para siempre. ‘Haremos tres chozas, una para ti, otra para Moisés, otra para Elías’, será el deseo de Pedro. Pero allí se estará confirmando desde el cielo todo el misterio de Dios que se revela en Jesús. ‘Este es mi hijo amado, escuchadlo’, será la voz que se escucha.
Habrán de escuchar a Dios, escuchar a Jesús, pero habrá que volver a la llanura de la vida, y aunque ahora aun no puedan hablar de ello, después de la resurrección de la que es un signo y un anticipo aquella teofanía que habían contemplado, Pedro confesará valientemente con la fuerza del Espíritu ante todos que aquel Jesús que todos habían conocido Dios lo había constituido Señor y Mesías.
Todavía habrían de venir las dudas, las cosas difíciles de comprender y hasta las cobardes negaciones. Aunque cuando Jesús anunciaba su pasión le decía que se quitara eso de la cabeza que eso no podía suceder, sin embargo estaba dispuesto a todo por Jesús hasta dar la vida por El. Habría de pasar por el sueño, la oscuridad y la soledad de Getsemaní, que le debilitaría hasta ceder con su negación ante los criados del Pontífice, pero más tarde su confesión ya sería de amor, y de un amor tan grande que solo Jesús podía saber hasta donde podía llegar. ‘Tú lo sabes todo, tú sabes que te amo’. Y tras esa confesión no solo de fe sino de amor, vendría la confirmación de la misión que él tendría en la Iglesia. ‘Apacienta mis ovejas, apacienta mis corderos’.
Una confesión de fe que nos abre el camino de la Iglesia, habíamos dicho al principio de nuestra reflexión. Y es lo que hoy en esta fiesta de los santos Apóstoles san Pedro y san Pablo estamos en cierto modo celebrando. Hoy es una fiesta muy eclesial, muy con sentido de Iglesia. Al celebrar a san Pedro estamos celebrando también el día del Papa, sucesor de Pedro,  con la misma misión de Pedro en medio de la comunidad eclesial.
Una buena ocasión para que nosotros también proclamemos con toda intensidad nuestra fe. Nos sentimos sobrecogidos también por la experiencia de nuestra fe, porque no es algo meramente humano lo que vivimos y en lo que creemos. Es algo sobrenatural que a nosotros también nos envuelve, porque en la medida en que vamos siendo conscientes de la fe que confesamos nos vamos viendo envueltos por el misterio de Dios que se nos manifiesta e invade totalmente nuestra vida. Es algo que también a nosotros nos sobrepasa cuando vemos el misterio de Dios tan cerca de nuestra vida, como lo iba sintiendo Pedro. No es algo frió que solo confesemos con nuestras palabras, sino que al ir confesando nuestra fe, desde lo más hondo de nosotros mismos tenemos que irnos abriendo al misterio de Dios.
¿Nos sentiremos pequeños y pecadores, como se sentía Pedro? ¿Nos sentiremos indignos como Isaías cuando contempló en una visión todo el misterio de la gloria de Dios? ¿Nos sentiremos entusiasmados quizá como Pedro en el Tabor y querremos quedarnos allí embelesados sin darnos cuenta que tenemos que bajar de la montaña y volver a la llanura de la vida donde está nuestra tarea de hacer presente a Dios en medio del mundo? ¿Tendremos el entusiasmo de Pedro de decir que estamos dispuestos a todo por seguirle, pero que luego veremos que no es tan fácil dar la cara, que vendrán momentos de dolor y de pasión y eso es duro y que casi preferiríamos rehuirlos y tendremos la tentación de echarnos para detrás?
Toda esa mezcolanza de cosas nos pueden suceder y muchas más. Pero tenemos que saber seguir hasta el final con nuestra confesión de fe y con nuestra confesión y porfía de amor, como Pedro. Y es que ahora nosotros sabemos que no estamos solos, porque sabemos que no nos va a faltar nunca la presencia del Espíritu que nos fortalece y nos hace ver las cosas con mayor claridad.
Pero además nosotros sabemos otra cosa y es que la fuerza del Espíritu del Señor está en su Iglesia y tenemos a Pedro a nuestro lado en la persona del Papa y de los pastores de la Iglesia que nos ayudan y nos animan, que nos iluminan con la luz de la Palabra del Señor; pero sabemos también que en esa tarea de proclamar y anunciar nuestra fe nos sentimos en comunión de Iglesia, que es una tarea de toda  la Iglesia y allí donde yo esté confesando y proclamando mi fe conmigo está la Iglesia, están mis hermanos creyentes formando todos juntos como una piña para hacer ese anuncio misionero.
Como hemos venido diciendo con Pedro también nuestra confesión de fe nos abre el camino de la Iglesia. Es así como nos quiso Jesús. No ha venido Cristo con su salvación para que sigamos encerrados en nuestros egoísmos e individualidades, viviendo la fe cada una por su lado y ajeno a los demás. Cuando Cristo viene a traernos la salvación ya se nos dice que con su sangre vino a traer la reconciliación y la paz. Vino a destruir los muros que nos separaban. Y no es que simplemente nos reconciliemos con Dios y en lo demás sigamos de la misma manera. Nuestra reconciliación y nuestra paz pasa por nuestra vuelta a Dios, es cierto, pero también nuestra vuelta al encuentro con los demás para vivir una nueva comunión y un nuevo amor entre todos nosotros.
Por eso nuestra fe no la vivimos tan individualizada que no nos importen los demás; todo lo contrario nuestra fe en Jesús tiene siempre  un sentido de comunión y en comunión con los demás hermanos hemos de vivirla. Por eso venimos diciendo que la confesión de nuestra fe en Jesús nos abre a los caminos de la Iglesia.

sábado, 21 de junio de 2014

Una nueva comunión de amor que nos tiene que hacer entrar en comunión con nuestros hermanos

Una nueva comunión de amor que nos tiene que hacer entrar en comunión con nuestros hermanos

Deut. 8m 2-3.14-16; Sal. 147; 1Cor. 10, 16-17; Jn. 6, 51-58
 Nos reunimos en torno a la mesa de este sacramento admirable, para que la abundancia de tu gracia nos lleve a poseer la vida celestial’. Es lo que hoy aquí nos congrega en esta fiesta del amor. No se cansa Dios de amarnos y de seguir dándonos pruebas maravillosas de su amor como este Sacramento de la Eucaristía que hoy estamos celebrando. Que la abundancia de gracia que se derrama de la Eucaristía nos inunde de vida eterna.
Para saciar el hambre de los hombres, Dios hizo bajar el maná en el desierto. Lo necesitaba aquel pueblo que caminaba en un duro peregrinar. No era un camino de rosas el que iban realizando por el desierto; muchas eran las espinas que iban apareciendo en aquel duro camino, el hambre, la sed, el cansancio, las dudas que los atormentaban de si realmente merecía la pena atravesar aquellos desiertos, la incertidumbre de lo que iban a encontrar aunque se les prometiera una tierra que manaba leche y miel. Pero Dios estaba con ellos y los alimentaba con el maná, un hermoso signo del verdadero pan del cielo que un día Jesús nos daría.
En el evangelio veremos que para saciar el hambre de los hombres, allá en el descampado Jesús multiplica los panes; muchas veces hemos escuchado el relato de ese milagro de Jesús; era el signo de un pan nuevo pero que tendría que ir acompañado de unas actitudes nuevas. Fue necesaria la colaboración de los apóstoles que buscaban donde hubiera pan y el ofrecimiento generoso para compartir de quien tenía unos pocos panes, pero la muchedumbre había comido un pan nuevo como signo y anticipo también de algo nuevo que significaba el Reino nuevo anunciado por Jesús.
Pero al fin, para saciar definitivamente el hambre de los hombres, Dios mismo se hizo pan, para partirse en una ofrenda nueva de amor y para dejarse comer y pudiéramos tener entonces ya una vida nueva para siempre. Ahora sí que sería el verdadero pan de vida bajado del cielo para que el que lo comiera no supiera lo que era morir para siempre.
Les costó a las gentes de Cafarnaún terminar de entender lo que Jesús les hablaba de ese pan que comiéndolo daría vida para siempre, sobre todo cuando Jesús les dice que El es ese ‘Pan vivo bajado del cielo’ y que ‘el que coma de ese pan vivirá para siempre’. ¿Nos costará a nosotros también? ¿llegaremos a terminar de entender lo que significa comer de ese Pan vivo que Cristo nos da? Podría parecer que no siempre lo tenemos muy claro ni es tan firme la fe que tengamos en las palabras  de Jesús.
Sigamos tratando de ahondar en lo que Jesús quiere decirnos y lo que ha de significar para nuestra vida este misterio de amor que Cristo nos revela. Había pedido Jesús fe en El para poder tener vida. ‘Mi Padre, les había dicho, quiere que todos los que vean al Hijo y crean en El, tengan vida eterna, y yo los resucitaré en el último día’. La fe que tenían en Jesús tenía sus lagunas porque les costaba entender y aceptar las palabras de Jesús sobre todo cuando les diga que tienen que comer su carne y beber su sangre para poder tener vida. ‘Si no coméis la carne del Hijo del Hombre y no bebéis su sangre, no tendréis vida en vosotros’. Y ahora repitiendo casi de forma textual lo que les había dicho de la voluntad del Padre de que habían de creer en El, les dirá también que ‘el que come mi carne y bebe mi sangre tiene vida eterna y yo lo resucitaré en el último día’.
Creer en Jesús significará comerle y quien le coma se llenará de vida eterna, quien le coma está llamado a la resurrección en el último día. Y es que comer a Cristo es hacer que Cristo habite en nosotros y nosotros en El. Comer a Cristo significa llenarnos de vida para que sea su vida la que esté en nosotros para siempre. Pero tenemos que decir más, el que se llena de la vida de Cristo está dejándose inundar de su amor ya para siempre y el que come a Cristo ya no podrá hacer otra cosa que amar con un amor como el de Cristo.
Y esto tendrá muchas consecuencias para nosotros, porque comiendo ese pan bajado del cielo, que ya sabemos que es Cristo mismo, ya nuestra vida va a tener un nuevo sentido y valor y ya seremos capaces de hacer ese peregrinar por la vida, por muy duro que se nos presente, con una nueva fuerza, con un nuevo sentido, con una nueva ilusión. Es que ‘el que come mi carne y bebe mi sangre habita en mi y yo en El’, que nos dirá Jesús.
Con Cristo a nuestro lado se nos acaban las dudas y los cansancios porque El es nuestro alimento y el agua viva que sacia nuestra sed. Merecen la pena nuestras luchas por ser ese hombre nuevo que tenemos que hacer y por trabajar por lograr ese mundo nuevo que tenemos que construir. El pueblo que peregrinaba por el desierto se fue amasando como pueblo, el pueblo de la antigua alianza, en aquel peregrinar lleno de pruebas y dificultades con la presencia de Dios en su peregrinar, pero ya nosotros desde Cristo y nuestro bautismo nos sentimos ese pueblo nuevo, ese pueblo de la nueva y eterna alianza.
Habiendo comido a Cristo, Pan vivo bajado del cielo y pan de vida para nosotros, y habitando ya Cristo en nosotros desde la Eucaristía con que nos alimentamos no podemos soportar que haya a nuestro lado hombres y mujeres con hambre, que pasen necesidad o se vean hundidos en sus problemas. De Cristo en la multiplicación de los panes aprendimos cómo nosotros también tenemos que poner a disposición nuestros panes y multiplicarlos todo lo que haga falta para ese compartir generoso y en justicia con los demás.
Saciarnos de Cristo comiéndolo en la Eucaristía nos compromete, y de qué manera, a vivir una nueva comunión, un nuevo sentido del amor y la justicia con todos los que están a nuestro lado. Decíamos que para saciar el hambre de los hombres Dios mismo se hizo pan que se parte y se reparte para poder llenar de vida a todos los hombres.
Comer a Cristo en la Eucaristía, como decíamos antes, hace que Cristo habite en nosotros y nosotros en El, lo que tendrá que hacer que de la comunión salgamos en verdad cristificados, convertidos en otros Cristos, si Cristo en verdad habita en nosotros, y como Cristo y con Cristo hemos de saber nosotros hacernos pan para partirnos y para repartirnos entre y con los demás, para dejarnos comer por los demás desde nuestra entrega de amor. No son ya cosas de  las que tenemos que desprendernos para compartir, sino que hemos de ser nosotros mismos los que nos hemos de partir y repartir en el servicio del amor hacia los demás.
Decíamos que a las gentes de Cafarnaún les costaba entender lo que Jesús les estaba diciendo cuando les estaba anunciando el misterio de la Eucaristía. Nos preguntábamos si acaso a nosotros nos costaría también. Creo que ya no es tanto entender las Palabras de Jesús que muchas veces las hemos escuchado, sino el vivir lo que Jesús nos está diciendo, hacerlo vida en nosotros después de comerle a El. 
Nos es fácil quizá confesar nuestra fe en la presencia de Cristo en las especies sacramentales del pan y el vino de la Eucaristía y decir que es verdadera y realmente el Cuerpo y la Sangre de Cristo. Lo que quizá ya no sea tan fácil es esa cristificación que se ha de realizar en nuestra vida cada vez que venimos a comulgar. Venir a comulgar a Cristo es hacernos nosotros comunión para los demás viviendo un mismo sentido de amor que el de Cristo. Ir a la comunión eucaristía no lo podemos hacer con todo sentido si no vamos también a la comunión con el hermano partiéndonos y repartiéndonos nosotros por el amor que ya no es solo repartir o compartir cosas, sino que es  dejarnos comer por el hermano, porque así por amor nos damos.
Fiesta del amor, decíamos al principio, que es esta fiesta de la Eucaristía que hoy estamos celebrando. Fiesta y compromiso del amor tenemos que reconocer que es porque de otra manera sin comprometernos no tendría sentido. Es el día de la Caridad, no solo porque sea el día de Cáritas como una invitación a compartir con los hermanos más necesitamos a través de esa obra comprometida de la Iglesia, sino porque comiendo a Cristo nos vamos a impregnar de la caridad de Cristo porque así nos llenamos de su vida.
Riqueza de vida y de gracia que Cristo nos regala. Cuánto tenemos que dar gracias a Dios y con qué intensidad de amor y compromiso hemos de vivir nuestras Eucaristías.

sábado, 14 de junio de 2014

En el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo invocamos el misterio de amor de Dios para nosotros



En el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo invocamos el misterio de amor de Dios para nosotros

Ex. 34, 4-6.8-9; Sal.: Dn. 3, 52-56; 2Cor. 13, 11-13; Jn. 3, 16-18
‘Dios, Padre todopoderoso, que has enviado al mundo la Palabra de la verdad y el Espíritu de santificación para revelar a los hombres tu admirable misterio…’ Así comenzaba la oración litúrgica de la celebración de este domingo. Y pedíamos la gracia ‘de confesar la fe verdadera’.
Es lo que en verdad queremos hacer. Ante el misterio de Dios, la ofrenda de nuestra fe; misterio admirable que, aunque revelado por la fuerza del Espíritu de Jesús y una y otra vez lo confesamos, no dejamos de sorprendernos en su inmensidad y en su grandeza, que al mismo tiempo nos revela y nos manifiesta el misterio de amor de Dios.
Nos quedamos sin palabras y porque nos sentimos inundados por tal misterio de amor no sabemos decir sino ‘sí’, yo creo, yo me confío, yo me pongo en tus manos, yo me dejo conducir por tu Espíritu. Y al final terminaremos dando gracias por tal admirable misterio de amor cuando Dios así ha querido revelársenos. No nos cabe en la cabeza tanto misterio de amor si El no se nos hubiera revelado, dado a conocer. Es un misterio de luz que nos deslumbra, pero no nos ciega; es un misterio de amor que nos desborda pero no nos anula; es un misterio de vida que nos engrandece porque nos lleva a una vida en plenitud.
Y es que en Dios vivimos, nos movemos y existimos. Nada somos sin Dios que nos ha creado y nos ha dado vida, pero solo desde su revelación de amor llegamos a descubrir la grandeza a la que nos llama y a la que nos eleva cuando ha querido hacernos sus hijos. Es en el amor de Dios Padre que nos ha creado donde comenzamos caminos que nos llevan a la plenitud que en el Hijo que nos ha enviado como prueba y manifestación de su amor podemos alcanzar con la entrega de su vida y con la donación de su Espíritu.
Todo ya en nuestra vida está empapado e inundado de su amor de manera que ya no otra cosa puede ser nuestra respuesta ni nuestra vida sino vivir en Dios que es vivir en comunión de amor como lo es Dios mismo. Es el amor de un Dios que es Padre que nos ha creado, nos bendice y nos regala, que nos perdona y nos proteja y siempre está esperando nuestra respuesta de amor. Un Dios que es amor y no puede ser lejano, ni indiferente al sentir del hombre, ni justiciero ni vengativo, porque en El están siempre primero la benevolencia y el perdón, porque ‘es el Dios compasivo y misericordioso, lento a la ira y rico en clemencia y lealtad’.
Es el Dios amor que nos ama con un amor tan especial que nos envía y nos entrega a su Hijo, para que sea revelación de Dios, porque ‘nadie conoce al Padre sino el Hijo y aquel a quien el Hijo se lo quiere revelar’; nos ama y nos entrega a su Hijo porque así podremos conocer mejor el corazón de Dios, porque quien ve al Hijo ve al Padre, y para que así podamos alcanzar vida eterna que no es otra cosa que vivir en la plenitud del amor y de la comunión que se vive en Dios.
Es el Dios del amor que nos envía su Espíritu para que podamos conocer en total plenitud la verdad de Dios, y llenos de su Espíritu que es como el abrazo de amor y de comunión de Dios en su Trinidad Santísima podamos nosotros entrar en esa misma comunión de vida en Dios que quiere habitar en nosotros, como nos dice Jesús, ‘vendremos y pondremos nuestra morada en él’.
‘Tanto amó Dios al mundo…’ decía el evangelio de san Juan. Amor de Dios que se nos revela pero para que nosotros entremos también en esa órbita de amor que hay en Dios, que es Dios mismo. ‘Tanto amó Dios al mundo…’ y no cabe en nosotros el temor ni el sentirnos lejanos porque quien se siente amado se siente en comunión con quien le ama; nos sentimos amados de Dios y entramos ya para siempre en una nueva comunión de amor con Dios; ya para siempre Dios será Padre, como nos lo enseñó a llamar Jesús; ya para siempre Dios será presencia de amor en nuestra vida y por la presencia de su Espíritu nos sentiremos inundados de misericordia y de clemencia para aprender a vivir nosotros esa misma misericordia y clemencia con los demás.
‘Tanto amó Dios al mundo…’ y así se nos reveló en Jesús que ya nuestra vida, porque así nos sentimos amados de Dios, tiene un nuevo sentido y razón de ser, ya comenzaremos a ver con una mirada distinta ese mundo en el que habitamos y al que tenemos que amar y cuidar porque nos damos cuenta que es un regalo de amor que Dios nos ha hecho; ya comenzaremos a ver también con una nueva mirada, que no puede ser sino a la manera de la mirada de Dios, a los hombres y mujeres que están a nuestro lado a quienes comenzaremos a amarlos con un amor de hermanos, como un amor que refleja el amor que Dios nos tiene.
Y es que cuando confesamos nuestra fe en Dios, en el misterio de la Trinidad de Dios, que es un misterio de amor y de comunión entre las tres divinas personas, ya nosotros tenemos que entrar en esa misma dinámica de amor y de comunión.
Creo que tendríamos que ser más conscientes de esa invocación a la Trinidad de Dios y de esa confesión de fe en la Trinidad de Dios que tantas veces vamos repitiendo cada día de nuestra vida. ‘En el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo’ queremos iniciar nuestro día desde el amanecer y toda obra buena cuando hacemos la señal de la cruz para confesar esa fe en la presencia de Dios con nosotros. ¿Habremos pensado bien cuántas veces al día hacemos la señal de la cruz y estamos invocando la presencia de la Trinidad de Dios en nuestra vida y en lo que hacemos?
‘En el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo’ recibimos la bendición de Dios que es gracia y es presencia de Dios en nosotros y recibimos también su perdón; ‘En el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo’ celebramos cada uno de los sacramentos que es hacernos presente la gracia divina en nosotros y también para la salvación de nuestro mundo; ‘En el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo’ fuimos ungidos y consagrados en nuestro bautismo para ser ya para siempre para Dios, porque ya para siempre seríamos sus hijos llenos e inundados de su vida;  ‘En el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo’ hacemos nuestra oración y podemos sentir a Dios allá en lo más intimo de nuestro corazón, o nos hace sentirnos comunidad orante cuando hacemos nuestra oración en comunión con los hermanos que están a nuestro lado; ‘En el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo’ abrimos nuestro corazón a la Palabra de Dios que por la fuerza del Espíritu divino podemos llegar al conocimiento pleno y a plantarla en nuestro corazón.
¿Qué podemos hacer ante tanto misterio de amor que se nos revela? Es la confesión humilde de nuestra fe, pero tiene que ser también la acción de gracias perenne de nuestro amor. Será el vivir ya para siempre conscientes de ese misterio de Dios que habita en nosotros y será la santidad de una vida que para siempre es templo de Dios y morada del Espíritu. Ya para siempre nuestra vida, lo que hacemos y lo que vivimos, ha de expresar con hondo sentido lo que proclamamos en la doxología final de la plegaria Eucarística, todo siempre para la gloria de Dios, porque ‘por Cristo, con Cristo y en Cristo, a ti Dios, Padre Omnipotente, en la unidad del Espíritu Santo, todo honor y toda gloria por los siglos de los siglos’.
¿Será así de verdad y de una forma consciente cada día de nuestra vida el vivir el misterio de la Trinidad de Dios en nosotros?

sábado, 7 de junio de 2014

Ungidos y sellados con la fuerza y la gracia del Espíritu Santo con los sacramentos renovamos Pentecostés

Ungidos y sellados con la fuerza y la gracia del Espíritu Santo con los sacramentos renovamos Pentecostés

Hechos, 2, 1-11; Sal. 103; 1Cor. 12, 3-7.12-13; Jn. 20, 19-23
‘Se llenaron todos del Espíritu Santo y comenzaron a hablar de las maravillas de Dios’. Jesús les había dicho: ‘No os marchéis de Jerusalén; aguardad que se cumpla la promesa de mi Padre de la que yo os había hablado’. Allí habían permanecido en el Cenáculo. ‘Estaban todos reunidos en el mismo lugar’, nos relata san Lucas. Y se había producido la maravilla de Dios. ‘Se llenaron todos del Espíritu Santo’. Con muchos signos y señales se hacia presente el Espíritu Santo prometido por Jesús. El ruido como de un viento impetuoso, las llamaradas de fuego, la diversidad de lenguas… Era algo nuevo que comenzaba.
Las puertas del Cenáculo se habían abierto de par en par y ya no tendrían que cerrarse jamás. Era el momento en que llegaba a su plenitud el misterio pascual y el Espíritu divino se derramaba en sus corazones. Los que habían estado encerrados por miedo a los judíos ahora salían a la calle para contar las maravillas del Señor. Con el Espíritu recibido una valentía surgía en sus corazones y ya no temían hablar del Señor Jesús.
En torno al Cenáculo se había congregado una multitud que también había oído los signos y señales y allí se arremolinaban curiosos a ver qué es lo que había pasado, pero ahora escuchaban cada uno en su lengua el mensaje de Jesús del que comenzaban a hablar los apóstoles. Algo nuevo que comenzaba y ahora la salvación había de anunciarse a todos los hombres. Allí estaban gentes de todos los lugares y naciones que se habían congregado para la fiesta judía de Pentecostés pero con el anuncio de Jesús comenzaba un pueblo nuevo.
Es lo que nos ha relatado el libro de los Hechos de los Apóstoles. Era el cumplimiento de lo anunciado por Jesús. El Espíritu de la Verdad, el Espíritu de la promesa, el Espíritu de Cristo, el Paráclito, abogado y consolador, inundaba sus corazones. Ahora ya en verdad y con todo sentido podían proclamar que Jesús es el Señor; el Espíritu que anidaba en sus corazones les hacía partícipes de una nueva vida, de la vida de Dios y comenzaban a ser hijos de Dios; podían llamar ya, como Jesús, para siempre Padre a Dios. El evangelio de Juan nos presenta esa donación del Espíritu como regalo de Pascua, como don de Cristo resucitado a sus discípulos para el perdón de los pecados, como hemos escuchado.
Jesús en la sinagoga de Nazaret había recordado lo anunciado por el profeta: ‘El Espíritu está sobre mi, porque me ha ungido y me ha enviado a anunciar la Buena Nueva a los pobres… el año de gracia del Señor’. Es el mismo Espíritu que a nosotros nos unge también para que con Cristo seamos otros ‘Cristos’ y también somos enviados para llevar la Buena Nueva y la amnistía de la gracia del Señor a todos los hombres. Es lo que en el momento de la Ascensión les decía a los apóstoles: ‘Cuando descienda el Espíritu Santo sobre vosotros… cuando seáis ungidos con el Espíritu Santo… recibiréis fuerza para ser mis testigos… hasta los confines del mundo’.
Es lo que ahora estamos celebrando. No es solo un recuerdo, sino que es una realidad que al celebrar estamos haciendo presente en nuestra vida. En el Bautismo fuimos ungidos para convertirnos en templos del Espíritu Santo; y en la Confirmación recibimos el sello del Espíritu, fuimos ungidos para recibir el don del Espíritu, la marca indeleble del Espíritu que ya no se borrará jamás de nuestro corazón.
Por eso celebrar Pentecostés, recordando la venida del Espíritu Santo sobre los Apóstoles en aquel primer Pentecostés, es renovar nuestro Bautismo y renovar nuestra confirmación donde fuimos ungidos y sellados con la fuerza y la gracia del Espíritu Santo. No podemos olvidar que cuando recibimos los sacramentos fue realmente el Pentecostés del Espíritu en nuestras vidas.
Y eso no sólo tenemos que recordarlo y tenerlo siempre muy presente en nuestra vida, sino revivirlo, revitalizarlo en nosotros. A eso tiene que ayudarnos nuestra celebración. Y bien que lo necesitamos porque tenemos el peligro y la tentación de olvidar nuestra condición de bautizados, el que hemos sido ungidos, marcados para siempre con el sello del Espíritu. Nos recuerda nuestra dignidad y grandeza, pero nos recuerda también el compromiso de nuestra vida, porque ya no podemos vivir de cualquier manera, sino que tiene que resplandecer la santidad de Dios en nosotros. Es el fuego del Espíritu que tiene que prender en nuestros corazones para que incendiemos del amor de Dios a nuestro mundo.
Como nos decía hoy también san Pablo en la carta a los Corintios ‘todos nosotros, judíos y griegos, esclavos y libres, hemos sido bautizados en un mismo Espíritu, para formar un solo cuerpo. Y todos hemos bebido de un mismo Espíritu’. Es el Espíritu Santo que hemos recibido y nos congrega en la unidad y en la comunión. Unidos a Cristo por la fuerza del Espíritu, llenos de la vida de Cristo por el Espíritu que está en nosotros formamos todos el Cuerpo de Cristo, en que Cristo es la Cabeza.
Muchas consecuencias tendríamos que sacar para nuestra vida de todo esto que estamos reflexionando. Decíamos que el Espíritu nos convierte en testigos de Cristo ante el mundo.  No nos podemos acobardar ante la tarea inmensa que tenemos que realizar, que no siempre es fácil, porque nunca nos faltará la fuerza del Espíritu. Cuando tantas veces nos sentimos débiles en nuestro testimonio recordemos que la fuerza del Espíritu de Dios está en nosotros.
Pero es además el Espíritu Santo el que irá haciendo surgir esos diferentes carismas en nosotros para dar ese testimonio, para convertirnos en verdaderos testigos de Cristo y su evangelio en medio de nuestro mundo. Porque esa ha de ser nuestra tarea. Ya nos decía san Pablo que hay diversidad de dones, diversidad de ministerios, diversidad de funciones, pero un mismo Espíritu, un mismo Señor, un mismo Dios que obra todo en todos. Como nos decía ‘en cada uno se manifiesta el Espíritu para el bien común’.  El Espíritu del Señor está con nosotros y nos dará siempre su fuerza para dar ese testimonio.
Muchas cosas más podríamos recordar en esta celebración de Pentecostés donde Jesús nos hace donación de su Espíritu. Hemos venido preparándonos para esta celebración sobre todo en las últimas semanas de pascua cuando hemos ido escuchando todos los anuncios que nos iba haciendo Jesús. Hemos orado pidiendo que venga el Espíritu Santo sobre nosotros, sobre nuestra Iglesia y sobre nuestro mundo, y tenemos que seguir haciéndolo.
Que el Espíritu Santo venga a nosotros y nos llene de su luz y de su vida; que renueve nuestros corazones, que nos empape la tierra reseca de nuestra vida con el agua de su gracia, que sane nuestros corazones heridos y enfermos a causa del pecado que hemos ido dejando meter en nuestra vida, que nos llene y nos inunde con sus siete dones, pero para que en verdad manifestemos los frutos del Espíritu; que nos llene de su paz y de su amor, de su alegría y su fortaleza; que resplandezcamos por los frutos de santidad y de gracia.
Ven, Espíritu Santo, y renueva nuestros corazones; ven, Espíritu Santo, y repuebla la faz de la tierra; ven, Espíritu Santo, y enciende en tus fieles la llama de tu amor.

 

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Administracion general y adjuntos

Pidamos la humildad

Oh Jesús! Manso y Humilde de Corazón,
escúchame:

del deseo de ser reconocido, líbrame Señor
del deseo de ser estimado, líbrame Señor
del deseo de ser amado, líbrame Señor
del deseo de ser ensalzado, ....
del deseo de ser alabado, ...
del deseo de ser preferido, .....
del deseo de ser consultado,
del deseo de ser aprobado,
del deseo de quedar bien,
del deseo de recibir honores,

del temor de ser criticado, líbrame Señor
del temor de ser juzgado, líbrame Señor
del temor de ser atacado, líbrame Señor
del temor de ser humillado, ...
del temor de ser despreciado, ...
del temor de ser señalado,
del temor de perder la fama,
del temor de ser reprendido,
del temor de ser calumniado,
del temor de ser olvidado,
del temor de ser ridiculizado,
del temor de la injusticia,
del temor de ser sospechado,

Jesús, concédeme la gracia de desear:
-que los demás sean más amados que yo,
-que los demás sean más estimados que yo,
-que en la opinión del mundo,
otros sean engrandecidos y yo humillado,
-que los demás sean preferidos
y yo abandonado,
-que los demás sean alabados
y yo menospreciado,
-que los demás sean elegidos
en vez de mí en todo,
-que los demás sean más santos que yo,
siendo que yo me santifique debidamente.

McNulty, Obispo de Paterson, N.J.

Tumba del Santo Padre Pio.

Tumba del Santo Padre Pio.
Alli rece por todos uds. Giovani Rotondo julio 2011

Rueguen por nosotros

Padre Celestial me abandono en tus manos. Soy feliz.


Cristo ten piedad de nosotros.

Mientras tengamos vida en la tierra estaremos a tiempo de reparar todos los errores y pecados que cometimos. No dejemos para mañana . Hoy podemos acercarnos a un sacerdote y reconciliarnos con Dios,

Tu eres Pedro y sobre esta piedra edificare mi Iglesia dijo Jesus

Jesucristo Te adoramos por todos aquellos que no lo hacen . Amen

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