Un abrazo de amor y de perdón que nos enseña a ser misericordiosos
Josué, 5, 9-12; Sal. 33; 2Cor. 5, 17-21; Lc. 15, 1-3.11-32
‘Que el pueblo
cristiano se apresure con fe viva y entrega generosa a celebrar las próximas
fiestas pascuales’,
pedíamos con la liturgia en este domingo. Nos apresuramos, llega ya el tiempo
de la pascua, se anticipa la alegría de la pascua. La Palabra del Señor que se
nos ha proclamado nos está invitando a anticipar ya esa fiesta y esa alegría.
Todo nos invita a la fiesta, como contemplamos al padre de la parábola haciendo
fiesta porque ha recobrado a su hijo.
Con ese entusiasmo seguimos dando nuestros pasos en
este camino cuaresmal que ha de concluir en la fiesta grande de la Pascua. Ya
se nos va manifestando ese rostro amoroso de Dios que nos ofrece el abrazo de
su amor y su perdón. Para eso nos ha entregado a su Hijo y es lo que queremos
celebrar y vivir. Pero esos pasos los vamos dando porque nosotros nos dejamos
reconciliar, reencontrar con el Señor.
Un camino, como hemos venido reflexionando a través de
toda la cuaresma, que se nos hace desierto, o que nosotros convertimos también
en desierto cuando hemos querido hacer los caminos a nuestra manera alejándonos
de la casa del Padre. La parábola del evangelio nos ofrece un hermoso mensaje.
Primero que nada y fundamentalmente es el retrato del amor de Dios, pero nos
está haciendo un retrato también de nosotros, de nuestra vida, de los caminos
que hemos preferido escoger en tantas ocasiones.
Conocemos la parábola y las motivaciones para la
parábola. La hemos escuchamos muchas veces y muchas veces también la hemos
meditado, rumiado en nuestro corazón. Criticaban a Jesús porque dejaba que los
publicanos y los pecadores se acercaran a El y comía con ellos; no es la
primera vez ni será la única ocasión. Pero Jesús es la muestra del amor
infinito de Dios, es el rostro del Padre misericordioso, aunque había tantos
que no lo querían comprender. Siempre habrá puritanos que se creen ellos los
justos y los únicos merecedores de todo; lo vamos a ver incluso en el trascurso
de la parábola en alguno de sus personajes.
Por eso Jesús habla de ese hijo que se ha marchado y
por allá anda desorientado y derrotado por los caminos de la vida. Se ha
buscado sus propios desiertos de terror y soledad, cuando él pensaba que a su
manera iba a encontrar el paraíso perdido, que solo él sabía encontrar la
felicidad. Pero sus caminos le llevaron a la perdición y a la soledad más
terrible. Lo expresa el hambre que pasaba, la situación en que vivía, a lo que
tenía que dedicar al final su vida cuidando cerdos, cuando en verdad había
tenido en sus manos lo mejor. Son desiertos duros, caminos intransitables; él
se lo había buscado; desorientado del todo se encontraba perdido.
Pero desde el pozo de su soledad y de su miseria piensa
que quizá pudiera encontrar una luz aunque fuera tenue y no fuera lo que antes
tenía. ‘Cuantos jornaleros de mi padre
tienen abundancia de pan mientras que yo aquí me muero de hambre. Me pondré en
camino…’ Ya sé que no merezco llamarme hijo, pero iré a ver si me admite al
menos como un jornalero. Lo que había sido un desierto duro para él en la
soledad en que había caído le hizo recapacitar. Siempre podemos encontrarnos
con nosotros mismos y desear la luz. Ojalá en esos momentos duros cuando estamos
caídos en pozo hondo y oscuro de nuestra miseria fuéramos capaces de
recapacitar.
Pero la luz lo estaba esperando. Temía encontrarse con
el padre, del que consideraba que no merecía llamarse hijo - ‘he pecado contra el cielo y contra ti’
-, pero el padre lo estaba esperando. ‘Cuando
todavía estaba lejos, su padre lo vio y se conmovió, y echando a correr se le
echó al cuello y se puso a besarlo… celebremos un banquete, este hijo mío
estaba muerto y ha revivido, estaba perdido, y lo hemos encontrado’.
‘Se levantó y se puso
en camino adonde estaba su padre…’
Es el camino que nosotros hemos de hacer también. También muchas veces andamos
desorientado y nos encontramos perdidos. Somos pecadores que de una forma o de
otra nos hemos marchado de la casa del Padre. Se nos ha enfriado la fe o hemos
dejado que el mal se hubiera metido en nuestro corazón. Pensábamos solo en
nosotros mismos y queríamos hacer nuestros caminos sin contar con los caminos
que Dios nos había señalado y trazado. Pretendemos tantas veces enmendar a Dios
porque no queremos aceptar sus mandamientos como auténtico camino que nos lleva
a la felicidad y a la plenitud y quisimos hacernos la vida a nuestra manera. Como
aquel hijo que se marchó, que‘emigró a un
país lejano y derrochó su fortuna viviendo perdidamente’, como decía la
parábola.
Pero aquel hijo pródigo fue capaz de levantarse y ganó
el amor del padre. El padre para quien lo importante no era la fortuna
derrochada ni las cosas que se hubieran perdido, sino la persona, su hijo que
estaba allí de vuelta. Sin embargo, allí estaba también el otro hijo, que
parecía bueno y cumplidor, pero cuyo corazón sin embargo estaba maleado por el
orgullo, la envidia, el mal querer y no quería aceptar a su hermano. Ni
siquiera lo quiere considerar como un hermano. ‘Ese hijo tuyo…’ le dice a su padre, como si no fuera el padre de
los ambos y los dos fueran hermanos. También estaba creando él una distancia
con su padre aunque no se había marchado de casa, pero ahora no quería entrar a la fiesta para recibir al
hermano. No sé cual distancia sería mayor.
Si los fariseos y escribas murmuraban de Jesús porque
comía con publicanos y pecadores, este hijo mayor de la parábola está haciendo
de manera semejante porque no quiere encontrarse con su hermano al que considera
poco menos que un maldito. No era capaz de alegrarse con su padre ni aceptar la
misericordia y compasión que se desbordaba del corazón del padre. Había estado
siempre junto a su padre pero da la impresión que nunca estuvo cerca porque su
corazón estaba cerrado a la misericordia y a la compasión que derrochaba el
amor del padre.
La reflexión se puede hacer larga porque son muchas las
cosas que podríamos comentar y muchas las lecciones que podríamos sacar para
nuestra vida. Tenemos que aprender lo que es el amor y la misericordia de Dios
que es Padre bueno que nos ama y nos está ofreciendo el abrazo de su amor y su
perdón, pero al mismo tiempo hemos de aprender a llenar también nuestro corazón
de ese mismo amor y misericordia. De la misma manera tenemos que gozarnos
cuando contemplamos a nuestro lado a otras personas que viven también esa paz
nueva al sentirse amados de Dios y al sentirse perdonados; esto tiene que ser
siempre un motivo de alegría para nosotros.
Cuando llegamos a gustar lo que es el amor que Dios nos
tiene nos hemos de sentir contagiados de ese amor para vivir nosotros un amor
igual. Ese amor y esa misericordia tienen que ser las actitudes y los valores
más importantes que vivamos los que llevemos el nombre de cristianos.
Misericordia y amor que hemos de expresar de mil maneras cada día con los que
están a nuestro lado. Como hemos dicho en más de una ocasión así nos
pareceremos más a Dios y así estaremos mostrando a cuantos nos rodean el rostro
misericordioso de Dios.
Decíamos al principio de nuestra reflexión que nos apresurábamos
a celebrar con fe viva las próximas fiestas pascuales; cuando ahora vamos
sintiendo todo lo que es el amor y la misericordia que Dios tiene con nosotros,
tiene también con tantos a nuestro lado estamos ya viviendo anticipadamente esa
alegría de la pascua, porque estamos sintiendo que se va haciendo pascua en
nosotros. Es lo que queremos vivir en cada Eucaristía cuando escuchamos la
palabra del Señor, cuando nos alimentamos del Cuerpo y Sangre de Cristo
entregado por nosotros, cuando vivimos en comunión honda y profunda con
nuestros hermanos que caminan a nuestro lado.
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