La misericordia divina y el perdón llenan de esperanza el corazón del pecador
Is. 43, 16-21; Sal. 125; Flp. 3, 8-14; Jn. 8, 1-11
Si digo para comenzar que el evangelio que hoy hemos
proclamado y, aún más, todos los textos de la Palabra proclamada nos llenan de
esperanza quizá alguien me pueda decir que me repito y que una vez más vuelvo a
la misma cantinela. Pero os digo que no es una cantinela repetida sino que es
lo que yo siento en mi mismo cuando escucho y trato de rumiar en mi interior la
Palabra que el Señor hoy ha querido decirnos. ¿No se lleno de esperanza y de
ansias de vida nueva el corazón de aquella mujer que no fue condenada por Jesús
sino todo lo contrario recibió su generoso perdón?
Claro que hemos de reconocer que el mensaje de la
Palabra de Dios escuchado allá en la sinceridad más honda de nuestro corazón
siempre ha de suscitar esperanza. ¡Cómo no al sentirnos amados y perdonados por
Dios! ¡Cómo no al sentir que se nos libera del peso de nuestra culpa confiando
en que en verdad podemos enmendarnos y comenzar una vida nueva! Es la salvación
más profunda que el Señor quiere ofrecernos en su amor.
‘Mirad que está
brotando algo nuevo, ya está brotando, ¿no lo notáis?’, nos decía el profeta. Y habla de
caminos en el mar, de sendas en medio de aguas impetuosas, de caminos por el
desierto o de ríos en el yermo. Pero nos dice que no miremos para detrás, que
no miremos lo antiguo aunque pudiéramos recordar que un día el Señor les hizo
atravesar el mar Rojo y el Jordán, y los condujo por el desierto hasta la
tierra prometida. Es algo nuevo lo que se nos anuncia. Por eso les dice ‘no recordéis lo de antaño, no penséis en
lo antiguo’, no os quedéis pensando en esa cosas de otro momento sino de lo
nuevo que se abre ante vuestros ojos.
Y el profeta hablaba en primer término de la liberación
de la cautividad y de la vuelta del destierro; pero la mirada del profeta
estaba puesta en un horizonte más futuro, porque podemos leerla con sentido
mesiánico. El Bautista recogería esas imágenes para preparar la llegada del
Mesías. No es necesario repetir ahora lo que tantas veces hemos escuchado en
labios del Bautista.
Pero es a nosotros también a quien nos está diciendo
que no miremos atrás, que se abren caminos nuevos delante de nosotros para
nuestra vida. Y eso llena de esperanza. No nos quedemos simplemente
contemplando la situación por la que pasamos con todos los males en los que nos
vemos envueltos; no nos quedemos en
mirarnos a nosotros mismos para vernos hundidos y sin esperanza; no nos
quedemos en lloros de plañidera por las cosas por las que pasamos y quizá no
sabemos o no podemos resolver; no nos quedemos en que nuestra vida está llena
de miseria por nuestros pecados. Son muchas las cosas que podríamos mirar. Ante
nosotros, sin embargo, se nos abren caminos nuevos a pesar de esos desiertos y
negruras, a pesar de esas sequedades o de esa aridez de nuestra vida.
El evangelio que se nos ha proclamado nos ayuda a
levantar esa esperanza en nuestro corazón. ¿Cómo se sentiría aquella mujer
cuando la empujan ante Jesús y ya la están condenando a morir apedreada por su
pecado? ¿Cómo se sentiría al final cuando Jesús le dice ‘yo no te condeno, anda y en adelante no peques más’? Una vida
nueva se abría ante ella.
Allí está tirada en medio de aquellos que vociferan
condenándola, aunque realmente a quien querían en verdad condenar era a Jesús;
ya sabemos sus intenciones. Está allí, es cierto, con su miseria, con su
pecado, perdida la esperanza y temiendo lo peor porque en cualquier momento
podían comenzar a caer las piedras sobre ella. Bastaba el más pequeño gesto.
Pero con Jesús los gestos van a ser diferentes.
No podía ser de otra manera en quien comía con
publicanos y pecadores, acudía tanto a la mesa del orgulloso fariseo buscando
un cambio en el corazón o a la mesa del publicano Zaqueo para quien la
presencia de Jesús en su casa significó el amanecer de un día nuevo porque allí
llegó la salvación; no podía ser de otra manera en quien se había dejado lavar
los pies por una pecadora o nos hablaría del amor y del perdón, del amor a los
enemigos y de perdonar no siete veces
sino setenta veces siete; no podía ser de otra manera en quien un día iba a
decir ‘perdónalos porque no saben lo que
hacen’ y le diría al ladrón arrepentido ‘hoy
mismo estarás conmigo en el paraíso’.
Ya hemos escuchado con detalle en el evangelio los
gestos y palabras de Jesús. La misma postura que un día tuvieron los que
criticaban a Jesús porque comía con publicanos y pecadores es la de los que
ahora vienen juzgando y condenando. ‘El
que esté sin pecados que tire la primera piedra’, es la respuesta de Jesús
ante sus preguntas y exigencias. Jesús no entra en la lógica ni en el juego de
los acusadores. Jesús viene a ofrecernos algo nuevo. Jesús viene a salvar al
hombre, viene a salvar a la persona. La sangre que El va a derramar no es para
condenar sino para hacer un hombre nuevo, porque nos trae vida nueva.
Cuando todos desfilan y se quedan solos aquella mujer y
Jesús frente a frente, las palabras de Jesús para aquella mujer no pueden ser
sino palabras de vida, palabras que a nosotros nos llenan de esperanza también.
‘¿Nadie ha sido ahora capaz de
condenarte? Pues yo ahora tampoco te condeno…’ vete, comienza una vida
nueva, una vida regenerada, la vida que nace de la misericordia divina. Para
eso había venido Jesús. La misericordia y el perdón siempre nos llenan de
esperanza.
Nos miramos a nosotros y nos vemos, es cierto,
envueltos en nuestras miserias, en nuestros problemas, en tantas y tantas
carencias fruto de nuestra limitación o de nuestra debilidad, pero podemos
comenzar una vida nueva, podemos comenzar algo nuevo. Nos invita hoy la Palabra
del Señor a mirar hacia adelante. ‘Mirad
que realizo algo nuevo; ya está brotando, ¿no lo notáis?’, que nos decía el
profeta. Siempre se pueden abrir caminos nuevos, pueden surgir esos ríos en la
estepa de nuestra vida con la gracia que nos llena de fecundidad para las obras
buenas. El Señor nos ofrece el agua viva de su gracia para apagar nuestra sed,
para llenarnos de vida, para que comencemos también a hacer mejor nuestro
mundo.
No caben ya los juicios ni las condenas; no podemos ya
nunca más comenzar a tirar piedras de condenación a los demás. No podemos
seguir mirando para detrás con desconfianza para mantenernos en prejuicios, ni
para juzgar ni condenar ¿Quién soy yo para juzgar a mi prójimo? Nuestra misión
al ir repartiendo misericordia es ir tendiendo las manos, no para tirar
piedras, sino para ayudar a levantarse al hermano, ayudar a poner nueva ilusión
en su vida rota porque es posible una vida distinta y mejor.
Nosotros hemos de ser también siempre los hombres y
mujeres de la misericordia y del perdón porque de la misma manera que nosotros
nos sentimos amados y perdonados por el Señor así hemos de hacer con los que
están a nuestro lado. La Iglesia siempre tiene que mostrarse como la madre de
la misericordia a imagen de Jesús que siempre cree y espera en el hombre nuevo
que va a nacer del perdón que nos regala el Señor.
Que sepamos tender siempre las manos para dar ánimos a
los que encontramos sin esperanza al borde del camino; tender siempre las manos
para consolar a los que están tristes o con el corazón muy lleno de
sufrimientos; tender manos cariñosas para hacer que todos se sientan queridos;
tender manos y sonrisas que llenen de alegría y esperanza los corazones.
Lo que siempre tiene que vencer es el amor; y con el amor la palabra buena, y el perdón y
la comprensión, la alegría y la esperanza. De una cosa siempre podemos estar
seguros y es que el Señor nos busca porque nos ama para regalarnos su
misericordia y su perdón.
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