Nos descalzamos para ir al encuentro del misterio de Dios que nos envía a hacer anuncios de liberación
Ex. 3, 1-8.13-15; Sal. 102; 1Cor. 10, 1-6.10-12; Lc. 13, 1-9
Como música de fondo seguimos teniendo en este tercer
domingo de Cuaresma el desierto, la soledad, el silencio, la montaña. Ya hemos
venido diciendo que no hemos de rehuir el desierto ni la montaña, que no hemos
de tener miedo a ese silencio y a esa soledad. Son un camino muy hermoso que
nos harán profundizar dentro de nosotros mismos y nos llevarán a Dios. En ese
silencio se cultivan las almas grandes,
capaces de grandes cosas, de grandes misiones, porque ahí tienen ocasión
de ir a lo más hondo de sí mismos para encontrarse con Dios.
Siempre recuerdo desde hace muchos años a una persona a
quien buscábamos y a quien deseábamos escuchar porque desde su sencillez sabia
trasmitirnos hermosos pensamientos que nos llevaban a Dios. Era en un
movimiento apostólico en cuyas reuniones siempre se buscaba su palabra y su
reflexión. No era sino un simple cabrero, pero cuando le preguntábamos de donde
sacaba aquellas reflexiones nos decía que del silencio y de la soledad cuando
iba cuidando sus cabras por aquellos campos del sur de nuestra isla, entonces
sin tanto desarrollo como ahora - lo conocí a principios de los setenta - y sí
con muchos espacios abiertos que le facilitaban el silencio y la reflexión.
Hoy la Palabra de Dios nos ha hablado de ‘Moisés que llevó el rebaño trashumando por
el desierto hasta llegar al Horeb, el monte de Dios’. Allí tiene una
experiencia maravillosa y profunda de la presencia de Dios en su vida. Lo hemos
escuchado, la zarza ardiendo sin consumirse, Moisés que se acerca preguntándose
su significado y la voz que le llama por su nombre y la habla desde el cielo. ‘Quítate la sandalias de los pies, pues el
sitio que pisas es terreno sagrado’. Se
siente inundado de la presencia de Dios. Y lleno de Dios se siente enviado a
liberar a los israelitas de la opresión de Egipto.
Nos sentimos invitados nosotros a acercarnos al
misterio de Dios en este camino de cuaresma que estamos haciendo. Nos sentimos
invitados a mirar con una mirada nueva y distinta cuanto nos sucede o cuanto
sucede en nuestro mundo al que tenemos también que dar una respuesta. Y es que
con la mirada de Dios - Jesús nos enseña a ello - hemos de saber mirar nuestro
mundo, ese mundo concreto en el que vivimos con sus problemas.
El Señor desde la zarza ardiendo le decía a Moisés que
había visto la situación en que vivía su pueblo en Egipto y sus sufrimientos.
Era necesario dar una respuesta. Por su parte, en lo que hemos escuchado en el
evangelio, vienen a contarle a Jesús unos sucesos acaecidos en Jerusalén y en
el templo con la represión con que habían obrado las autoridades romanas contra
unos galileos. Y Jesús les hace mirar esas situaciones y esos problemas con una
mirada distinta, porque han de ser una llamada a sus conciencias para un cambio
de vida.
El Señor nos quiere enseñar a mirar también nuestra
situación, los problemas que vivimos hoy en nuestra sociedad, la angustia y el
sufrimiento de tanta gente por la situación social que vivimos en estos
momentos, la desorientación de tantos que no saben quizá qué rumbo tomar en su
vida, o la vida insulsa y frívola en que viven tantos otros porque solo se
dejan llevar quizá por el momento presente o por lo más placentero.
¿Habrá una luz? ¿Habrá algo que pueda cambiar esa
sociedad en la que estamos para darle una mayor profundidad, mayor plenitud a
la vida? ¿Nos podemos desentender los cristianos dando por imposibles de
resolver esas situaciones? ¿Qué tendríamos que hacer para despertar las
conciencias dormidas, los corazones cerrados e insolidarios, o los espíritus
ahogados por el vicio y por el mal?
Dios envió a Moisés a Egipto con la misión de liberar a
su pueblo de aquella esclavitud. Jesús nos pide transformar nuestros corazones
para que en verdad busquemos lo
verdaderamente es más importante. San Pablo nos dice que todas esas
cosas suceden como para escarmiento nuestro, para hacernos pensar y
reflexionar, para que vayamos en búsqueda del verdadero alimento espiritual de
nuestra vida.
Es todo un misterio de amor el que se nos revela cuando
nos acercamos a Dios para conocerle más. Pero algunas veces nos es difícil conocerle y conocer ese
misterio de amor en el que Dios quiere introducirnos para transformar nuestra
vida y para que seamos capaces de ir también a ayudar a nuestros hermanos en
esas situaciones difíciles en que se encuentran. Nos da miedo como Moisés que
se tapó la cara temeroso de morir por alcanzar a ver a Dios. Pero no moriría
porque Dios llenaba de forma nueva su vida y le confiaba una misión. Pero antes
el Señor le pedía descalzarse.
¿Querrá significar algo esto que el Señor le pide? Sí,
hemos de descalzarnos de nuestras ideas preconcebidas y nuestros prejuicios;
hemos de descalzarnos de nuestros miedos y cobardías; pero hemos descalzarnos
también de nuestras autosuficiencias y nuestros orgullos pensando que somos
nosotros los salvadores de la humanidad; hemos de descalzarnos para sentir que
Dios está con nosotros y que si recibimos una misión, si llegamos a hacer
alguna cosa buena es porque Dios está con nosotros y no nos faltará su gracia,
porque somos unos enviados de Dios y el Señor nos dice que está con nosotros.
Pensemos, sí, de cuantas cosas hemos de descalzarnos
porque bien sabemos donde están nuestras limitaciones, nuestras rutinas, todas
esas cosas en las que tropezamos una y otra vez. Hemos de descalzarnos para
convertir de verdad nuestro corazón al Señor; hemos de descalzarnos para llegar
a descubrir que si podemos llegar a dar frutos es porque en el Señor abonamos
nuestra vida con su gracia y con humildad hemos de ir hasta El en los
sacramentos que nos renuevan y nos fortalecen, nos alimentan y nos llenan de
vida.
Jesús en el evangelio nos propondrá la pequeña parábola
del hombre que venía a buscar fruto en su higuera, pero que, al no encontrarlo,
aún la cavará una vez más y la abonará y regará para seguir esperando que
llegue a dar fruto. Es lo que el Señor sigue haciendo con nosotros que tan
remisos somos en tantas ocasiones para dar los buenos frutos que nos pide el
Señor. Sigue ofreciéndonos su gracia, sigue iluminando nuestra vida con su
Palabra, sigue alimentándonos con los sacramentos para que al final cambiemos,
nos convirtamos a El y terminemos también por ir a los demás a llevar esa luz
de la gracia que a todos ilumine.
En ese silencio que sepamos hacer en nuestro interior,
allá en la soledad de nuestro corazón escuchemos la voz del Señor que nos llama
y nos llama por nuestro nombre, porque así de personal es su amor; sintamos
cómo el Señor viene a nuestra vida y nos está pidiendo la conversión de nuestro
corazón; descubramos que si se nos revela este misterio del amor de Dios es
para que nosotros vayamos a los demás para ayudarles a transformar sus vidas, a
liberarse de tantas cosas que les oprimen allá en su interior y puedan
encontrar la paz y la dicha de vivir en el Señor.
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