Subamos al Tabor del encuentro con Dios y escuchemos la voz del Señor
Gen. 15, 5-12.17-18; Sal. 26; Filp. 3, 17-4,1; Lc. 9, 28-36
Si en el primer domingo de cuaresma se nos invitaba a
no temer el desierto, a emprender el camino que podía ser camino duro de
desierto, de silencio, de soledad, ahora se nos invita a mirar a lo alto, a
subir a lo alto de la montaña, que es el Tabor pero que es anuncio también de
la montaña de pascua, de Calvario pero que es anticipo y camino final de
resurrección.
Dios, que un día le había pedido a Abrahán salir de su
tierra, ahora le pide salir fuera y mirar al cielo. ‘Mira al cielo, le dice, cuenta si puedes las estrellas’. Pero en
el evangelio vemos a ‘Jesús que cogió a
Pedro, a Juan y a Santiago y subió a lo alto de la montaña para orar’. Por
su parte en este mismo sentido terminará diciéndonos el apóstol Pablo ‘nosotros somos ciudadanos del cielo, de
donde aguardamos a un Salvador: el Señor Jesucristo’.
Es necesario mirar a lo alto, subir a lo alto para
poder contemplar el rostro de Dios. En el Antiguo Testamento será imagen
repetida - Horeb, Sinaí… - la subida a lo alto de un monte para encontrarse con
el Señor. Y ya no se trata de la subida física a una montaña con todo su
esfuerzo, puesto que es una imagen, sino de esa otra subida, de esa otra
ascensión interior que hemos de hacer desprendiéndonos de muchos impedimentos y
ataduras para que en verdad nos abramos a Dios. Moisés tuvo que descalzarse en
el Horeb porque se encontraba en la presencia del Señor.
‘Mientras oraba, el aspecto
de su rostro cambió, sus vestidos brillaban de blancos’, nos narra sencilla y escuetamente
el evangelista para hablarnos de la gloria de Dios que se manifiesta en Jesús
transfigurado. Posteriormente nos dirá que una nube los envolvió y ‘una voz desde la nube decía: Este es mi
Hijo, el escogido, escuchadle’.
Se manifiesta la gloria del Señor. Lo que ahora se
contempla y se escucha en el Tabor resuena como en un eco de lo ya escuchado
junto al Jordán cuando el bautismo de Jesús. Se nos manifiesta también ahora a
nosotros la gloria del Señor cuando contemplamos esta teofanía de lo alto de la
montaña, pero hemos de saber tener bien abiertos los oídos y los ojos del
corazón para nosotros poder empaparnos de esta gloria del Señor.
Este camino que vamos haciendo en la Cuaresma y que nos
conduce a la Pascua ha de ser también para nosotros una ascensión a la montaña
alta como aquellos discípulos con Jesús. Tendremos que aprender a hacer esa
ascensión y no tener miedo de lo que allí nos podamos encontrar. En ese
esfuerzo de superación y de crecimiento que hemos de ir haciendo desde lo más
hondo de nuestro corazón podríamos sentirnos en algún momento aturdidos o
confundidos como les sucedía a Pedro y a los otros dos apóstoles, que primero ‘se caían de sueño’ y luego casi ‘no sabían lo que se decían’, llegando
incluso a asustarse al entrar en la nube.
Nos dice el evangelista que en el momento en que Cristo
se iba transfigurando ‘aparecieron dos
hombres que conversaban con El que eran Moisés y Elías y hablaban de su muerte
que se iba a consumar en Jerusalén’. Por eso decíamos antes que la subida
al Tabor es también anuncio de Pascua, es anuncio de Calvario. Moisés y Elías
son imagen de la ley y los profetas, o lo que es lo mismo son imagen de la
Escritura Santa que guió al pueblo de Dios y que ahora nos está recordando a
nosotros cómo hemos de dejarnos iluminar en el camino de nuestra vida por la
Escritura Santa, por la Palabra de Dios que nos irá ayudando a dar esos pasos
que nos llevan a la Pascua.
Frente a los temores o confusiones que nos pueden ir
apareciendo en el camino de la vida siempre la Palabra del Señor es luz que nos
ilumina; cuando tenemos luz en los oscuros caminos de la vida desaparecen los
temores y nos sentimos seguros, por eso este resplandor que brilla hoy con la
transfiguración de Jesús nos alienta y
nos anima a seguir con decisión nuestro camino hasta la Pascua,
realizando toda esa transformación, esa transfiguración que necesitamos hacer
en nosotros para resplandecer con la luz de la resurrección. Esa es la tarea
profunda que hemos de ir realizando en este camino de la Cuaresma.
En el prefacio vamos a proclamar dando gracias al Señor
que ‘después de anunciar su muerte a los
discípulos, les mostró en el monte santo, el esplendor de su gloria, para
testimoniar, de acuerdo con la ley y los profetas, que la pasión es el camino
de la resurrección’.
‘Abrahán creyó al
Señor y se le contó en su haber’,
nos dice el texto sagrado. Por la fe un día se había dejado conducir por Dios y
se había puesto en camino dejando atrás su casa y su parentela; ahora cree, a
pesar de que es viejo y no tiene descendencia, lo que el Señor le dice que su
descendencia será tan numerosa como las estrellas del cielo. Y aunque haya
momentos duros cuando Dios le pida el sacrificio de su hijo o ante el misterio
de Dios que se le manifiesta en momentos sienta un cierto temor, Abrahán es el
hombre de la fe, el hombre que pone toda su confianza en Dios, que acepta su
Palabra y en cierto modo cierra los ojos para dejarse conducir por el Señor.
Abrahán es el hombre de la fidelidad permanente ejemplo para nosotros también
de fidelidad. ‘Por la fe Abrahán obedeció
a Dios’ y es el que supo tener siempre esperanza contra toda esperanza,
como nos diría san Pablo de él.
Es el peldaño importante que nosotros hemos de saber
subir en este camino de ascensión precisamente en este año de la fe que estamos
recorriendo. Nuestra fe tiene que salir fortalecida en este camino y en los
momentos que vivimos que no son siempre fáciles. Como nos dice el Papa en su
mensaje para esta Cuaresma ‘La existencia
cristiana consiste en un continuo subir al monte del encuentro con Dios para
después volver a bajar, trayendo el amor y la fuerza que derivan de éste, a fin
de servir a nuestros hermanos y hermanas con el mismo amor de Dios’.
Subamos, pues, al monte del
encuentro con Dios y escuchemos la voz del Señor que nos habla en el corazón
para que aprendamos a seguir con toda fidelidad el camino de Jesús. ‘La fe, don y respuesta, nos da a conocer la
verdad de Cristo como Amor encarnado y crucificado... la fe graba en el corazón
y la mente la firme convicción de que precisamente este Amor es la única
realidad que vence el mal y la muerte. La fe nos invita a mirar hacia el futuro
con la virtud de la esperanza, esperando confiadamente que la victoria del amor
de Cristo alcance su plenitud’.
Como recordábamos al principio con el evangelio Jesús
subió con aquellos discípulos a la montaña alta para orar. Tabor es el lugar de
la oración, el lugar donde se manifiesta de forma admirable esa misteriosa
presencia y experiencia de Dios. Hemos de saber encontrar ese Tabor para
nuestra vida, ese momento en la altura de la oración para hacer ese silencio
que nos haga sentir la presencia y la paz de Dios en nuestro corazón, que nos
haga escuchar a Dios para encender más y más nuestra fe, fortalecer nuestra
esperanza y caldear nuestro corazón en el amor.
Que nos sintamos tan a gusto como para decir con Pedro,
aunque no sabía bien lo que se decía, lo bueno que es estar en el Tabor, en ese
encuentro con el Señor, pero sabiendo que hemos de bajar porque hemos de llevar
esa fe y ese amor a nuestros hermanos los hombres, hemos de sembrar esperanza
frente a tanta desesperanza desde el anuncio de la vida y de la resurrección
que ya no haremos solo con palabras sino con el testimonio vivo de nuestra
vida.
Nuestra oración, nuestra Eucaristía, la escucha de cada
día de la Palabra del Señor, como la celebración de todos los sacramentos
tienen que ser en verdad un Tabor para nosotros por esa experiencia viva de
encuentro con el Señor. Y siempre de ese Tabor también nosotros hemos de salir
transfigurados.
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