El Pan bajado del cielo nos hace vivir y nos llena de esperanza
1Rey. 19, 4-8; Sal. 33; Ef. 4, 30-5, 2; Jn. 6, 41-51
Todos deseamos vivir, tener vida. Amamos la vida y realmente no querríamos perderla, aunque algunas veces sólo pensemos en la materialidad de este mundo en el que vivimos sin darle demasiada trascendencia. Desearíamos poder disfrutarla de la mejor manera posible.
Sin embargo hay ocasiones en que, nos pasa a nosotros mismos o podemos verlo en gente que nos rodea, no desearíamos vivir. Los problemas, los sufrimientos, una grave enfermedad, la debilidad en la que nos vemos envueltos por los años, el sentirnos impotentes ante situaciones difíciles, las incomprensiones de los que nos rodean, los momentos duros por los que tenemos que pasar en ocasiones nos hace desear que todo se acabara y parece como que perdemos toda esperanza.
Pero ¿realmente tenemos motivos para perder así la esperanza? ¿Habrá algo o alguien que la pueda despertar en el corazón y nos de fuerzas y ánimo para seguir luchando por la vida, por las cosas buenas? ¿Dónde y cómo podemos encontrar ese sentido de vivir?
Creo que la Palabra que hemos recibido hoy de parte de Dios en nuestra celebración nos ayuda y nos puede iluminar. Queremos ser hombres y mujeres de fe; al menos nos decimos creyentes y cristianos y si así lo sentimos desde lo hondo del corazón es porque sabemos que en el Señor podemos encontrar respuesta a esa inquietud de nuestro espíritu y a esas ansias de vida que llevamos en nosotros y que tenemos que reconocer que ha sido El quien la ha puesto en nosotros.
El profeta Elías estaba pasando por un momento difícil en su misión y en su vida que le hacía que en cierto modo retemblaran los cimientos más hondos de su vida. Se siente acosado en su misión y perseguido. Huye al desierto deseando morir. Es lo que nos narra la primera lectura de este domingo. ‘Caminó por el desierto… y al final se sentó bajo una retama y se deseó la muerte…’
Pero Dios va a ir poniendo señales en su vida de su presencia junto a El para que no decayera en sus fuerzas. Va a experimentar que Dios está allí a su lado para alimentarlo y alentarlo en su camino hasta el monte de Dios. ‘Levántate y come…. Y vio a su cabecera un pan cocido sobre unas piedras y un jarro de agua... comió y bebió…’ Y así por dos veces se le manifestó el ángel del Señor y prosiguió su camino.
Imagen de lo que Jesús quiere ofrecernos. No es un pan cualquiera el pan bajado del cielo del que nos habla Jesús y que es El mismo. Viene Jesús a nosotros para ser nuestro alimento, nuestra comida, nuestra fuerza, nuestro vivir. Aunque la gente de Cafarnaún no entiende, o le cuesta entender que Jesús diga ‘Yo soy el pan bajado del cielo y el que coma de este pan vivirá para siempre’, es en Jesús donde vamos a encontrar esa verdadera vida y una vida para siempre. Sus ojos y su pensamiento se quedan en aquel Jesús, el hijo de María, el hijo del carpintero de Nazaret. Pero allí hay algo más, y decimos algo porque nos es difícil encontrar la palabra adecuada, porque está quien en verdad nos va a dar la vida en plenitud, la mayor plenitud que podamos encontrar para nuestra vida.
Jesús viene de Dios, porque es Dios mismo hecho hombre, y es quien podrá revelarnos plenamente todo el misterio de Dios que es revelarnos también el misterio del hombre, el sentido del hombre. ‘Yo para esto he venido, para ser testigo de la verdad’, nos dirá en otra ocasión; testigo de la verdad de Dios, de la verdad de la vida humana, de la verdad del amor y de la paz, de la verdad de la auténtica alegría y felicidad, de la verdad del más profundo sentido del hombre.
Tenemos que ir hasta Jesús y creer en El. Tenemos que dejarnos conducir por el Espíritu de Dios que nos conduce a Jesús para que creamos en El. ‘Todo el que escucha lo que dice el Padre y aprende, viene a mí… cree en mí… y os lo aseguro el que cree tiene vida eterna’. Así lo hemos escuchado hoy en el evangelio. Creemos en Jesús y nos llenamos de vida eterna. Creemos en Jesús y estamos ya llamado a la resurrección. ‘Yo lo resucitaré en el último día’, nos dice.
Decíamos antes que muchas veces en la vida nos encontramos desanimados por muchas cosas; desanimado es el que le falta ánimo, espíritu, el que le falta vida. Por eso, como le sucedió al profeta Elías que nos sirve de ejemplo también para nuestras situaciones, parece como si ya no quisiéramos vivir. Pero ahí está Jesús que viene a nosotros, que se hace presente en nuestra vida, que quiere ser nuestro alimento y nuestra fuerza, que quiere llenarnos de vida si en verdad ponemos toda nuestra fe en El.
Por eso venimos a la Eucaristía con esos deseos de Dios. No como un rito más que hacemos, sino para experimentar esa presencia y esa fuerza de Dios en nuestra vida. Y de la Eucaristía tenemos que salir entonces revitalizados, llenos de esperanza, con nueva vida y nueva fuerza para seguir haciendo nuestro camino como Elías, porque ya sentimos que Dios está con nosotros para siempre.
En el texto de Elías, aunque no lo hemos leído hoy, a continuación en el monte del Horeb, tiene una profunda experiencia de la presencia de Dios de manera que su vida quedará para siempre iluminada con la presencia de Dios. Fue como su Tabor, una Transfiguración como la que escuchamos de Jesús en el Evangelio hace unos días, para bajar de la montaña hecho un hombre nuevo y fuerte para seguir con su misión. Así tendría que ser para nosotros siempre nuestra Eucaristía, un Tabor donde nos sintamos transfigurados por la presencia y la gracia de Dios.
Cuando comemos a Cristo en la Eucaristía no estamos comiendo simplemente pan, sino que estamos comiendo a Cristo para que se haga vida nuestra, vida en nosotros. Nos sentimos iluminados, transformados por su gracia, por su presencia y así tenemos que ver la vida ya con unos ojos nuevos, con un nuevo sentido, el sentido y el vivir de Cristo.
San Pablo nos decía que lejos de nosotros toda amargura y todo lo que nos lleve a la muerte. Es que ya estamos llenos de dicha, de esperanza, de luz, de vida. ‘Desterrad de vosotros la amargura, la ira, los enfados e insultos y toda maldad. Sed buenos, comprensivos, perdonándoos unos a otros como Dios os perdonó en Cristo… sed imitadores de Dios… y vivid en el amor’. Es así como tiene que ser siempre ya la vida después de haber celebrado la Eucaristía.
No tenemos motivos nunca para perder la esperanza cuando hemos puesto nuestra fe en Jesús. El despierta nuestro corazón y nos da fuerzas y ánimo para vivir, para seguir la lucha de cada día, para tener esperanza y para llenarnos de alegría aunque humanamente tengamos que pasar por momentos duros y difíciles, muchas sean las incomprensiones o los sufrimientos de todo tipo. Para eso El se ha hecho alimento, es el pan de vida que no da vida, es el pan bajado del cielo que quien lo coma vivirá para siempre.
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