Apoc. 11, 19; 12, 1.3-6.10; Sal. 44; 1Cor. 15, 20-27; Lc. 1, 39-56
La fiesta de la Asunción de María es un canto de alabanza a Dios por la salvacion que ha realizado en María, primicia del don ofrecido a toda la humanidad. Decimos que la Asunción de María es su glorificación al ser llevada al cielo en cuerpo y alma, como ‘figura y primicia de la Iglesia que un día será glorificada’, como decimos en el prefacio de esta fiesta.
Es la gloria de María, pero es cantar la gloria del Señor. Es glorificar al Señor y cantar la mejor alabanza a Dios reconociendo las maravillas que el Señor realizó en María, pero que son maravillas que el Señor realizó a favor de todos nosotros. Todo lo que Dios realizó en María fue siempre para nuestra salvación, para que así se manifestara la gloria del Señor para todos los hombres.
Sentimos deseos de cantar a María, y no es para menos porque cantamos a la Madre, la Madre de Dios pero que es también nuestra madre. Y un hijo siempre se siente gozoso y de la mejor manera hasta orgulloso con el más sano de los orgullos, cuando se le piropea y se alaba a la madre. Viendo la gloria de María así exaltada y llevada al cielo, nos gozamos con la madre, nos gozamos con María y con ella nos sentimos nosotros también impulsados a lo alto, a lo grande, a la gloria del cielo. Es por eso por lo que se convierte esta fiesta en una gran fiesta de esperanza para todos sus hijos, para todos nosotros, para toda la Iglesia que peregrina aún en este valle de lágrimas.
Pero en cierto modo queremos tomar prestadas las propias palabras de María en su cántico del Magnificat para reconocer las maravillas del Señor en nosotros y también con María cantar la mejor alabanza al Señor. Todo en esta fiesta de la Asunción de María a ello nos está invitando cuando así la vemos glorificada. No hay forma más hermosa de hacerlo que tomar las propias palabras de María, el propio cántico de María.
Queremos, sí, proclamar la grandeza del Señor reconociendo las maravillas de Dios. Que se nos abran los ojos de la fe que muchas veces estamos tan cegados que no somos capaces de ver la obra de Dios. Cómo tenemos que aprender de María, de la fe de María. Ella supo rumiar con fe allá en lo hondo de su corazón cuanto le sucedía para aprender a descubrir y a gustar toda esa presencia de Dios en su vida.
Se sentía pequeña y la última, considerándose a sí misma la esclava del Señor dispuesta siempre a lo que Dios quisiera, pero supo ver que Dios estaba realizando maravillas en ella. Era la mujer creyente que sabía leer el actuar de Dios en su vida. Por eso mereció también la alabanza de su prima Isabel: ‘Dichosa tú, que has creído, porque lo que te ha dicho el Señor se cumplirá’, lo que nos recuerda las palabras de Jesús: ‘Dichosos los que crean…’ como le dijo a Tomás. Sí, dichosa María por su fe. Dichosos nosotros si vivimos una fe como la fe María.
Como mujer profundamente creyente María palpaba, sentía, vivía todo el amor de Dios que en ella se derrochaba, - la llena de gracia, como la llama el ángel -, pero sabía que si Dios estaba realizando tales maravillas no era para ella sola sino que allí se estaba manifestando la salvación de Dios que llegaba para todos los hombres. ‘Su misericordia llega a sus fieles de generación en generación’, llegaría a proclamar porque se sabía cauce de esa salvación, de esa misericordia de Dios para todos los hombres.
Madre de la misericordia, madre y reina, la llamamos tantas veces, porque sentía en sí ese amor misericordioso del Señor que se fijaba en su pequeñez para hacer obras grandes en ella y por ella para todos los hombres. Iba a ser la madre del Salvador, la madre del Redentor, la madre de quien era la manifestación más grande del amor de Dios para nosotros. ‘Tanto amó Dios al mundo…’, como tantas veces hemos reflexionado, y en Jesús se manifestaba ese amor, y Jesús nos llegaba a través del misterio de María. Reconocía las maravillas del Señor y se seguía sintiendo la pequeña, la humilde esclava del Señor.
Reconocemos nosotros las maravillas del Señor y con el mismo espíritu de fe de María queremos seguir haciendo nuestro camino de creyentes. Nuestra vida también tiene que convertirse en un cántico de alabanza al Señor como fue la vida de María, pero ha de ser también un testimonio, un signo, que como María invite e incite a los demás a alabar al Señor en el reconocimiento de sus maravillas.
Si María se manifestó, como antes decíamos, como madre de misericordia que manifestaba y nos hacia reconocer la misericordia del Señor, así nosotros por nuestro amor, por la humildad y sencillez de nuestra vida, por nuestras entrañas de misericordia para cuandos sufren, por la generosidad de nuestro corazón, por nuestro sincero y generoso compartir con los hermanos en sus carencias y necesidades hemos de ser también ese signo, en medio del mundo, del amor y misericordia del Señor.
‘Derriba del trono a los poderosos y enaltece a los humildes’, cantamos con María; ‘a los hambrientos los colma de bienes y a los ricos los despide vacíos’, que decía María en su cántico de alabanza al Señor. Palabras podíamos decir casi revolucionarias porque implicaban un cambio y una transformación radical en la manera de actuar que a nosotros nos comprometen también. Es la semilla del evangelio que transforma totalmente nuestra vida y de la que hemos de ser signos con nuestra nueva forma de actuar para esa transformación de nuestro mundo desde los valores del Reino de Dios.
Si nos paramos a pensar y a reflexionar seriamente en todo este cántico de María que nosotros queremos hacer nuestro nos damos cuenta de que no pueden ser palabras que repitamos sin más, sin una repercusión seria en nuestra vida. Y es que nuestra fe, nuestra devoción a María, esta fiesta que hoy nosotros estamos queriendo celebrar en honor de María en su Asunción al cielo nos compromete seriamente en toda nuestra vida. Porque en María estamos contemplando a quien radicalmente quería vivir según el sentido y estilo nuevo del evangelio. Nuestra devoción a María, la fiesta que en su honor celebramos nos obliga a parecernos a ella, porque es la mejor alabanza, los mejores piropos que en su honor podemos decir en nuestra celebración.
Que en María encontremos esa fuerza y ese coraje para vivir todas las consecuencias de nuestra fe. La devoción a María no es una dormidera que nos adormece en una vida insulsa y ramplona, en una vida poco comprometida. Que María nos ayude a despertar esa fe en nosotros en toda su viveza y compromiso. El mundo en que vivimos necesita unos testigos que señalen caminos nuevos, unos signos que le lleven a reconocer la presencia del Señor. Tenemos que ser esos signos y esos testigos. María nos enseña y nos ayuda.
María es la madre que va delante y nos enseña el camino para seguir con toda fidelidad el evangelio de Jesús. Siempre nos estará señalando que vayamos hasta Jesús, que lo escuchemos, que plantemos la semilla de su palabra en nuestro corazón y nos dejemos transformar por su gracia para que así podamos también transformar nuestro mundo desde los valores y principios del evangelio.
Nosotros, canarios, en este día queremos mirar a María en esa advocación tan querida de Candelaria. Ella va delante de nosotros con su luz que no es otra que la luz de Cristo. Nos señala caminos, los caminos del Reino de Dios. Ella nos señala siempre que vayamos a esa luz y nos dejemos iluminar por Jesús, que el evangelio sea siempre el motor de nuestra vida. Delante de los ojos tenemos siempre a María, a quien amamos profundamente. Que ella nos proteja, eleve nuestro espíritu, nos impulse a vivir profundamente nuestra fe en Jesús con todas sus consecuencias.
No hay comentarios:
Publicar un comentario