Ex. 24, 3-8; Sal. 115; Hebreos, 9, 11-15; Mc. 14, 12-16.22-26
‘Era el primer día de los Ázimos, cuando se sacrificaba el cordero pascual’. Se iniciaba así la fiesta de la Pascua, pero ahora iba a ser la Pascua definitiva, la Pascua nueva y eterna. Se hacía memoria de una alianza que era ya la Alianza antigua; se estaban dando los pasos de la Alianza definitiva, la que iba a sellarse no con un cordero cualquiera, como el que cada año comían los judíos en recuerdo de la primera pascua.
En la primera lectura del libro del Éxodo hemos escuchado el relato de la realización de aquella alianza. Se habían ofrecido holocaustos y un sacrificio de comunión. Con la sangre de los animales sacrificados se había consumado la alianza derramándola sobre el altar y aspergiando con ella al pueblo que se había comprometido a hacer cuando el Señor les mandaba. ‘Haremos todo lo que nos manda el Señor y le obeceremos’. De la salida de Egipto había quedado el recuerdo y el mandato de comer cada año la pascua, el cordero pascual.
Ahora era el verdadero Cordero Pascual el que iba a subir al altar del Sacrificio; su sangre sería ya para siempre la Sangre de la Alianza nueva y eterna; ‘no era la sangre de machos cabríos ni de becerros, sino la suya propia’, como dice la carta a los Hebreos; de ahora en adelante se iba a celebrar un nuevo memorial, el del Sacrificio de la Cruz, el sacrificio que había sido consumado derramando la Sangre que en verdad iba a ser nuestra redención, la Sangre de la Alianza nueva y eterna.
Cristo es el ‘Mediador de una Alianza nueva’, como nos dice la carta a los Hebreos. ‘Su Sangre, en virtud del Espíritu eterno, se había ofrecido como sacrificio sin mancha para purificarnos y llevarnos al culto del Dios vivo’, nos seguía diciendo. Y Jesús en la cena pascual nos había dado el signo convertido en sacramento de su presencia y de su pascua redentora, y de ahora en adelante habíamos de hacerlo en conmemoración suya para siempre. Celebramos ahora ya para siempre el memorial del Señor, de su pasión, muerte y resurrección.
Hoy lo estamos celebrando, cada vez que nos reunimos en Eucaristía hacemos memorial, celebramos la nueva y eterna pascua; cada vez que comemos de este pan que Jesús nos ha dado y bebemos de esta copa estaremos para siempre anunciando la muerte y la resurrección del Señor hasta que vuelva. Lo podemos hacer todos los días para que nunca nos falte su gracia, para hacernos partícipes de su Redención; lo hacemos de manera especial cada semana el día del Señor, el día en que conmemoramos su resurrección, celebrando así la Pascua del Señor.
Hoy, sin embargo, es una fiesta especial, porque no nos queremos quedar encerrados en nuestras iglesias y templos, sino que queremos salir a la calle, salir al mundo para proclamar nuestra fe en la Eucaristía, en la presencia real y verdadera de Cristo en la Eucaristía; queremos proclamar que cada vez que celebramos la Eucaristía estamos celebrando el sacrificio redentor de Cristo haciéndolo presente en medio de nosotros, haciéndolo presente en nuestro mundo para que todos alcancen la redención lograda por esa sangre derramada, por ese sacrificio ofrecido en el altar de la cruz.
Con emoción en el alma y con temblor en el corazón nos acercamos hoy hasta el Altar del Sacrificio, hasta el Altar de la Eucaristía. Tenemos que detenernos y dejar que se emocione el alma ante la maravilla que celebramos, ante lo grandioso que Cristo nos permite celebrar en la Eucaristía, ante el Sacrificio de nuestra Redención.
Estamos ante la Cruz redentora donde Cristo se inmoló por nosotros. Estamos ante el supremo sacrificio de la entrega de Cristo en el amor más grande y más sublime, del que da la vida por los que ama. Es lo que significa acercarnos al altar de la Eucaristía, al altar del sacrificio. No repetimos simplemente sino hacemos presente, porque el sacrificio de Cristo fue único y de una vez para siempre. Porque cuando celebramos al Eucaristía estamos siempre celebrando el mismo sacrificio, el de la Alianza nueva y eterna para el perdón de nuestros pecados.
Sacrificio de redención y sacrificio de comunión; por eso la Eucaristía se convierte para nosotros en banquete donde comemos a Cristo, al Cristo que se entregó en sacrificio por nosotros y al que quiso ser pan de vida para que le comiéramos, para que nos llenáramos de su vida, de su amor, de su gracia y de su salvación.
Tenemos que despertar el corazón para que no se nos duerma en rutinas y frialdades y consideremos bien lo que celebramos y hemos de vivir. Porque lo celebramos y lo vivimos; no es una fiesta externa lo que queremos hacer, sino que tiene que nacer de verdad desde lo más hondo de nuestra vida. Tenemos que detenernos a pensar muy bien el misterio grande que estamos celebrando porque Dios se hace presente en medio de nosotros para hacernos llegar su salvación, para ser nuestra vida y nuestra fuerza, para hacerse alimento de nosotros y para que podamos llegar a vivir en su mismo amor.
Lo expresaremos también exteriormente con signos y señales. Porque la Eucaristía es el gran signo del amor que el Señor nos ha dejado, porque vamos a acompañar nuestra fiesta y nuestra vivencia también de muchas señales externas al paso de Cristo Eucaristía en medio de nosotros con nuestros adornos, nuestras flores, nuestras alfombras, nuestros cánticos, con la alegría que llevamos en el corazón pero que ha de verse reflejada en nuestros rostros y también en las nuevas actitudes que vamos a tener hacia el Sacramento y hacia los hermanos que se convierten también para nosotros en sacramento de Dios, porque en ellos tenemos que ver al Señor y amarlos con el mismo amor del Señor.
No podemos separar nuestra la celebración y la fiesta de la Eucaristía del amor. No sólo es el amor de Dios que nos inunda sino que es el amor de los hermanos que necesariamente hemos de vivir. No puede haber Eucaristía sin amor, sin amor fraterno, sin un amor como el que Jesús nos tiene y que es con el que nosotros hemos de amar a los demás. Por eso, siempre en la fiesta de la Eucaristía celebramos la fiesta del amor, la fiesta de la caridad.
La Eucaristía es sacrificio de comunión, pero esa comunión con Dios hemos de expresarla y vivirla en nuestra comunión con los hermanos. De lo contrario seríamos unos mentirosos porque no sería auténtica nuestra comunión con Dios si no vivimos esa comunión con los hermanos que tenemos a nuestro lado. Nos lo enseña el apóstol.
Es el compromiso serio al que nos lleva siempre la Eucaristía. Después de cada Eucaristía tenemos que amarnos más y con mayor sinceridad y autenticidad. Porque no es un amor solo de palabras bonitas sino que tiene que ser efectivo, real, comprometido, auténtico. Y de tantas formas podemos expresar ese amor a los demás, esa caridad de Dios que tiene que llenar e inundar nuestro corazón para que se desparrame sobre los demás.
En ese sacrificio de Cristo que estamos celebrando tenemos que poner nuestro amor tal como lo vivimos y expresamos en nuestra vida, con sus logros, con esos momentos de auténtico cariño hacia los demás, con nuestros compromisos, pero también con sus dificultades, con los momentos en que nos cuesta amar a los demás y nos ponemos reticentes, con esos momentos que se nos atraviesan en el alma porque nos cuesta amar, o perdonar, o compartir, o poner buena cara a los que están a nuestro lado. Forman parte del sacrifico que nosotros, unidos al sacrificio de Cristo, también desde nuestra debilidad, queremos ofrecer al Señor para que el Señor nos lo devuelva convertido en gracia, en fuerza, en vida, en nuevo amor.
Estamos ahora celebrando el Sacrificio de Cristo, la fiesta de la Nueva Alianza en la Sangre derramada de Cristo, la fiesta grande de la Eucaristía. Pongamos toda nuestra fe, pongamos todo nuestro amor; llenemos nuestra vida de esperanza; pongamos toda nuestra vida junto al Sacrificio de Cristo. Sintamos su Sangre redentora que nos llena de vida. Dejémonos inundar por la alegría del Señor. Es fiesta. Es la fiesta de la Eucarisstía y del amor.
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