Profesión de fe que nos conduce por los caminos del amor
Deut. 6, 2-6; Sal. 17; Hb. 7, 23-28; Mc. 12, 28-34
Una profunda profesión de fe que nos conduce
necesariamente a un camino de amor. Es un primer resumen del mensaje que llega
a mi corazón y a mi vida desde la Palabra de Dios hoy proclamada.
Confesamos nuestra fe en Dios, nuestro único Señor. Es
lo que pedía Moisés a su pueblo. Lo hemos escuchado en la primera lectura. Es
la respuesta de Jesús ante la pregunta del escriba. Jesús no quita ni una coma
de lo que estaba escrito en la ley. ‘No
he venido a abolir la ley y los profetas’, nos dice en el sermón de la
montaña. Jesús viene a dar plenitud. Y es lo que ahora repite Jesús.
Un escriba se había acercado a Jesús para preguntarle ‘¿qué mandamiento es el primero de todos?’
Y comienza Jesús recordando la profesión de fe que les había enseñado Moisés y
que todo buen judío repetía cada día muchas veces. ‘Escucha, Israel, el Señor, nuestro Dios, es el único Señor’. Es
único no es sólo decirnos que hay un solo Dios, sino que es el único porque no
hay nadie mayor que El, nadie está por encima de Dios; es el más grande y el
más poderoso, el Todopoderoso que creó cielo y tierra. Es por donde comenzamos
también nosotros confesando en el Credo.
Pero esta profesión de fe en el único Dios, ¿a qué nos
lleva?, ¿a llenarnos de temor ante su grandeza y poderío? Todo lo contrario,
esa grandeza del Dios único nos lleva a amarle, nos llevar a una vida de amor.
Podría parecer que al afirmar la grandeza del Dios
único y todopoderoso, la criatura ha de sentirse anonadada y llenarse de temor.
Sin embargo no es así. Algunos no lo entienden, no terminan de entender lo que
es realmente nuestra fe. Piensan quizá que la fe les puede anular, que la fe
está en contra de todas las realidades humanas, que la fe nos empequeñece. En
esa duda quieren negarlo todo y quieren negar la fe quizá por un orgullo nacido
de no haber entendido realmente lo que es tener fe, no haber entendido bien lo
que la fe engrandece al hombre.
¡Qué responsabilidad más grande tenemos los creyentes
de dar una buena imagen de la fe! ¿Nos faltará descubrir algo aún? Porque como
creyentes tendríamos que saber vivir la vida en plenitud; la fe nos responde a
los interrogantes más hondos y llena los vacíos de nuestras dudas y como
creyentes tendríamos que sentirnos seguros y alegres de nuestra fe. La fe
tendría que llenar nuestra vida de optimismo y de alegría de manera que la
contagiemos a los demás que quizá tengan que preguntarse por qué ese optimismo
y esa alegría con que vivimos los creyentes a pesar de momentos oscuros,
dificultades o contratiempos.
Fijémonos cómo siguen las palabras de Jesús, que son
las mismas palabras de Moisés. ‘Amarás al
Señor, tu Dios, con todo tu corazón, con toda tu alma, con toda tu mente, con
todo tu ser’. Son las palabras que desde Moisés se habían quedado grabadas
en la memoria de todo creyente y nunca podrán olvidarse. Pero Jesús añade con
palabras también de la Escritura santa. ‘El
segundo es éste: amarás a tu prójimo como a ti mismo. No hay mandamiento mayor
que estos’.
Eso es lo más que vale en la vida. No son necesarios
los holocaustos y sacrificios. La verdadera ofrenda que ha de hacer el hombre
es la del amor. Ya lo venía a confirmar el letrado que merecería que Jesús le
dijera que no estaba lejos del Reino de Dios. Un amor que ha nacido de la fe
que tenemos en Dios, una fe que ha nacido de Dios para que la respuesta que le
demos a Dios es amarle y amarle sobre todas las cosas, porque es el único. Y
que cuando le amemos a El necesariamente estemos amando también al prójimo.
Entonces podremos entender lo que nos engrandece nuestra fe, porque en el amor
nos lleva por caminos de plenitud.
Algunas veces escuchamos decir ‘yo soy cristiano porque amo a los demás’. Cuidado, no es sólo
eso. Es necesario amar a los demás, pero a los demás los podemos amar por
distintos motivos o con distintas medidas. Y el cristiano para ese amor a los
demás tiene que partir del amor de Dios. Porque creo en Dios, le amo; porque
creo en Dios y amo a Dios, le manifestaré ese amor en el amor que le tengo a
mis hermanos. Ya para siempre han de ser inseparable ese amor a Dios y ese amor
al prójimo. Y las medidas del amor ya comenzarán también a ser distintas como
nos enseñará Jesús.
Nunca me vale decir, bueno, como yo amo a Dios y lo amo
sobre todas las cosas, ya lo tengo todo porque tengo asegurada mi relación con
Dios y ya me desentiendo de mis hermanos, ya me desentiendo del prójimo. Como
será insuficiente decir que yo amo a los demás y no necesito amar a Dios. No sería
de ninguna manera un amor cristiano. No podríamos llegar entonces a la altura y
profundidad que ha de tener desde Cristo el amor del cristiano. Ya para siempre
la medida de mi amor será Dios, el Dios en quien creo y que va a motivar todo
mi amor y va a darme la medida de ese amor.
No es un simple humanismo, aunque tiene mucho de
humanismo; no es simplemente altruismo en el que por una simpatía o empatía con
el semejante yo trato de sentir como mío lo que le sucede al prójimo. Ese
humanismo que vive el cristiano, ese amor al hombre va a tener un tinte y un
color distinto, el que naciendo de nuestra fe se empapa del sentido de Cristo,
del sentido cristiano.
El amor cristiano va mucho más allá, porque parte de
Dios y luego va a trascender mi vida en Dios. Esto habrá muchos en nuestro
entorno que no lo entiendan. Un problema para llegar a entender eso es la
debilidad de la fe o la falta de fe. Como decíamos antes, motivados quizá por
prejuicios hay quien no quiere creer en Dios, no acepta o rechaza a Dios, o también
porque desconocen la verdadera imagen de Dios, porque se lo han hecho a su
manera.
Y en esto los creyentes, los que creemos en Jesús y
queremos seguirle viviendo en su mismo amor tenemos que dar un testimonio muy
nítido desde la autenticidad de nuestra fe y desde la autenticidad de nuestro
amor. Algunas veces no llegamos a acompañar con las obras de nuestra vida lo
que nuestras palabras dicen creer. Otras veces nos mostramos inseguros en
nuestra fe, no somos valientes para proclamarla y defenderla. Y en ocasiones
espiritualizamos tanto nuestra fe, que le hacemos perder ese humanismo del amor
y se nos puede quedar en ideas, en principios, en doctrinas o teorías y no
llegamos a traducirla de verdad en las obras del amor.
¡Qué responsabilidad más grande tenemos cuando no damos
ese testimonio claro, diáfano, brillante, entusiasta, alegre, comprometido de
nuestra fe y en consecuencia de nuestro amor cristiano! Hacen falta testimonios
así en medio de nuestro mundo. cuando ahora están preocupados por la Iglesia
con la nueva evangelización de nuestro mundo que se ha enfriado en su fe y en
el conocimiento de Jesús ese testimonio valiente y alegre que demos de
creyentes atraiga a los que están a nuestro lado de nuevo por los caminos de la
fe.
Que como terminaba reconociendo el letrado nosotros
también reconozcamos la grandeza de nuestra fe en Dios, nuestro único Señor ‘y que amarlo con todo el corazón, con todo
el entendimiento y con todo el ser y amar al prójimo como uno mismo vale más
que todos los holocaustos y sacrificios’.
Ojalá también nos diga a nosotros Jesús: ‘No estás lejos del Reino de Dios’.
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