Deut. 4, 1-2.6.8; Sal. 14; Sant. 1, 17-18.21-22.27; Mc. 7, 1-8.14-15.21-23
‘Aceptad dócilmente la palabra que ha sido plantada y es capaz de salvaros. Llevadla a la práctica y no os limitéis a escucharla, engañándoos a vosotros mismos’. Hermosa exhortación que nos hace el apóstol Santiago en su carta. La Palabra que es capaz de salvarnos; la Palabra que sido plantada en nosotros que para dar fruto hemos de llevarla a la práctica de nuestra vida.
Cuántas veces, hemos de reconocer, ni bien la escuchamos. Oímos cómo se proclama en nuestra celebración pero se queda en palabras que vuelan alrededor de nuestros oídos pero no penetra dentro de nosotros, no la escuchamos. No dará fruto en nuestra vida, como la semilla sembrada al borde del camino, entre pedruscos o en medio de zarzales. Y sin embargo ahí tenemos nuestra sabiduría y nuestra inteligencia. ‘Así viviréis… nos decía el Deuteronomio, ponedlos por obra porque son vuestra sabiduría y vuestra inteligencia’, que causarán admiración a todos los pueblos.
Pero la ley del Señor, la Palabra del Señor ha de ser algo que hemos de llevar en el corazón. Lo tenemos que expresar con toda nuestra vida y se reflejará en las obras externas que hagamos, en nuestros comportamientos y en nuestras actitudes, pero tiene que nacer desde lo más hondo de nosotros mismos.
Escuchamos en el evangelio cómo vienen algunos a Jesús muy preocupados porque los discípulos de Jesús no realizan algunos actos rituales a los que los fariseos les daban una gran importancia. ‘Se acercó a Jesús un grupo de fariseos con algunos escribas de Jerusalén… y le preguntaron a Jesús: ¿Por qué comen tus discípulos con manos impuras y no siguen la tradición de los mayores?’
El evangelista que está escribiendo el evangelio para cristianos que no provenían del judaísmo explica con detalle las tradiciones de los judíos que los fariseos cumplían con tanta rigidez sobre las purificaciones rituales que habían de hacer antes de las comidas y en otros momentos. Ya lo hemos escuchado en la proclamación del evangelio y en distintos momentos lo hemos comentado. Claro que tendremos que preguntarnos si no nos queda algo de eso a nosotros aún.
Esto dará pie a Jesús por una parte para denunciar la hipocresía de los fariseos pero para hacernos reflexionar a todos sobre donde hemos de buscar la auténtica santidad: en la rectitud y pureza del corazón para no quedarnos en ritualidades vacías y en superficialidad, sólo en palabras o cosas externas.
Cuando hay vacío interior todo se vuelve falsedad e hipocresía, buscamos la apariencia lo que nos pueda halagar, no importándonos el daño que podamos hacer a los demás. Recuerda lo dicho por el profeta: ‘este pueblo me honra con los labios pero su corazón está lejos de mi; el culto que me dan está vacío, porque la doctrina que enseñan son preceptos humanos’.
Todo tiene que arrancar de un corazón puro y sin malicia, un corazón libre de malas intenciones y un corazón con la profundidad del amor, que será entonces un corazón verdaderamente santo. ‘Nada que entre de fuera puede hacer al hombre impuro, lo que sale de dentro es lo que hace impuro al hombre’. Podemos llevar las manos muy limpias pero nuestro corazón estar lleno de maldad; podemos contentarnos con cumplir exteriormente con toda fidelidad pero allá en nuestro corazón estar pensando cómo podemos fastidiar a éste o al otro porque quizá no me cae bien o porque no ha sido todo lo bueno conmigo.
Muchas situaciones semejantes podemos recordar donde quizá queremos aparecer como buenos y cumplidores pero el corazón estar vacío. Tenemos también la tentación de quedarnos en bonitas palabras pero que luego no se reflejan realmente en las actitudes de nuestra vida. Cuántas veces nos sucede.
Podemos hablar mucho de justicia, de paz, de solidaridad, de que queremos que nuestro mundo sea mejor, que tenemos que ser hermanos pero luego eso no se refleja en nuestros comportamientos porque en el día a día nos tratamos mal, nos somos capaces de aceptarnos y perdonarnos, siguen habiendo brotes de violencia o de egoísmo insolidario pensando primero en mi mismo que en los demás. Incongruencias y vacíos que aparecen muchas veces en la vida. Qué fácil es hablar tantas veces diciendo cosas hermosas y qué poco es lo que hacemos.
Es en el corazón donde están las malas intenciones, la malicia y la envidia, el orgullo y la ambición, la malquerencia y la mentira, los deseos de venganza que algunas veces queremos disfrazar de justicia y lo que puede hacer daño al hombre, a nosotros mismos y a los demás. Y eso sí que nos llena de pecado; eso sí que hace daño a los demás, eso sí que nos lleva a actuar mal y a ser injustos con los otros. Nos cubrimos con la máscara de la apariencia mientras el corazón está lleno de podredumbre y pecado.
Purifiquemos nuestro corazón de toda esa maldad y llenémoslo de lo que verdaderamente puede conducirnos a la mayor plenitud; pongamos buenos deseos y pongamos el amor que nos conduce a plenitud; despertemos en nosotros deseos y aspiraciones a cosas nobles y grandes pero alejemos de nosotros todo tipo de orgullo y de soberbia; démosle profundidad espiritual centrando de verdad nuestro corazón en Dios; empapémoslo de los valores del evangelio y busquemos primero que nada el Reino de Dios y su justicia y entonces caminaremos por los mejores caminos de dicha y de felicidad al estilo de las bienaventuranzas que nos proclamó Jesús. Comprenderemos entonces donde está nuestra verdadera sabiduría e inteligencia, como nos decía el Deuteronomio.
No será entonces un corazón vacío y superficial el que haga sentir sus latidos dentro de nosotros, sino que será en verdad el motor que anime y dé profundidad a todo aquello que vamos realizando; llenos así de Dios sentiremos la fuerza de su gracia para hacer siempre el bien, para buscar siempre lo bueno y lo justo, para caminar en la verdad y en la autenticidad, para ir construyendo día a día el Reino de Dios, y para hacer que entonces siempre busquemos por encima de todo la gloria del Señor.
Purificación y autenticidad de vida que hemos de reflejar cada uno de nosotros los que nos decimos seguidores de Jesús a nivel individual y personal y también en nuestros grupos e instituciones cristianas y apostólicas, también como Iglesia de Jesús. Reconozcamos que no siempre damos el ejemplo necesario y conveniente en este sentido, porque somos débiles y pecadores, y la Iglesia está formada y compuesta por miembros que somos pecadores.
Autenticidad y verdad que hará más creíble el evangelio a los ojos del mundo que nos rodea, porque el mundo, nuestra sociedad necesita testigos y testigos auténticos. Vamos a anunciar la Palabra de Dios, pero hemos de proclamarla desde la autenticidad de nuestra vida.
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