Para que creáis que Jesús es el Mesías, el Hijo de Dios
Hechos, 4, 32-35; Sal. 117; 1Jn.
5, 1-6; Jn. 20, 19-31
‘Estos se han escrito
para que creáis que Jesús es el Mesías, el Hijo de Dios, y para que, creyendo,
tengáis vida en su nombre’.
Es el final del evangelio de Juan proclamado en esta octava de Pascua de la
Resurrección del Señor. Es, podemos decir también, la finalidad del propio
evangelio, para que creamos en Jesús y tengamos vida eterna en su nombre.
Nos resume también muy bien lo que estos días hemos
venido celebrando y que es también como el modelo de lo que tiene que ser toda
celebración cristiana, proclamar nuestra fe en Jesús, nuestro Salvador. Lo
hemos celebrando los misterios de su pasión, muerte y resurrección en todas las
celebraciones del Triduo pascual que se ha prolongado solemne e intensamente en
esta octava de Pascua; lo que celebramos también en cada Eucaristía y en cada
sacramento que nos hace partícipes de la vida de Cristo. ‘Anunciamos tu muerte, proclamamos tu resurrección’, decimos y
pedimos una y otra vez que venga el Señor a nuestra vida, ‘Ven, Señor Jesús’, terminamos aclamando.
Como decíamos, seguimos queriendo vivir con toda
intensidad la Pascua de resurrección; por eso, este domingo tiene como un
sentido especial al ser la octava del primer día, del día de la resurrección
del Señor. Quienes hemos participado cada día en esta semana en la celebración
de la Eucaristía, fuimos escuchando los diferentes textos que nos ofrecen los
evangelio de la manifestaciones de Cristo resucitado a sus discípulos.
En este domingo la liturgia nos ofrece un doble texto,
en las dos apariciones de Cristo a los discípulos en el Cenáculo; una en el
primer día de la semana, el mismo día de la resurrección del Señor, y el otro
texto a los ochos días cuando de nuevo se les manifiesta estando ya todo el
grupo de los apóstoles.
El mensaje que se
nos ofrece quiere ayudarnos a reafirmar bien nuestra fe en Jesús y a
fortalecernos en ella para que seamos capaces de dar valiente testimonio ante
los demás. Está por una parte, tras el estupor del primer momento, la alegría
de los discípulos por el encuentro con Cristo resucitado; alegría que se
trasforma en anuncio de esa buena noticia a quien no tuvo la experiencia de ese
encuentro con el Señor. ‘Tomás no estaba
con ellos cuando vino Jesús’, nos comenta el evangelista. ‘Hemos visto al Señor’, le comunican
enseguida a Tomás.
Pero está al mismo tiempo la duda de Tomas con su deseo
de palpar por si mismo las llagas del Señor en su pasión. ¿Necesitaría él pasar
por la pasión para poder llegar a la alegría verdadera de la resurrección del
Señor? Un buen pensamiento también para nuestras dudas y exigencias. ‘Si no veo en sus manos la señal de los
clavos; si no meto el dedo en el agujero de los claros y no meto la mano en su
costado, no lo creo’, será su duda y su exigencia.
Volverá Jesús y Tomás estará allí. Con la presencia de
Jesús ya no hará falta meter los dedos en los agujeros ni la mano en el
costado. Surgirá pronto la confesión de fe.
‘¡Señor mío y Dios mío!’ Y es que el encuentro vivo con Cristo resucitado
ha transformado su vida. Todo ya es distinto para él.
Sucede siempre que tenemos un encuentro con el Señor.
No siempre esa experiencia de encuentro será verlo con los ojos o palparlo con
las manos. De muchas maneras se nos manifiesta el Señor y podemos encontrarnos
con El. Por eso Jesús dirá: ‘Dichosos los
que crean sin haber visto’. Creemos nosotros, no porque hayamos visto con
los ojos de la cara o palpado con nuestras manos, sino porque nos fiamos de
quienes nos han trasmitido esa fe; esa fe que Dios ha plantado en nuestro
corazón y que por la fuerza de su Espíritu nos lleva a confesar que Jesús es el
Señor.
Confesión de fe que nos llena de alegría y que nos
llena de paz. No en vano, ese fue el primer saludo de Jesús resucitado cuando
se encuentra con sus discípulos. ‘Paz a
vosotros’, les dice y nos dice. Es algo constante en el evangelio. Nunca
hemos de temer en los encuentros con el Señor. ‘No temáis’, es también un saludo repetido. Ahora con Jesús nos
llega la paz al corazón, a nuestra vida y a través de nosotros en ese anuncio
que hagamos de Jesús esa paz ha de llegar también a los demás.
Es la paz que van sembrando los que aman y aman de
verdad; es la paz que es fruto del amor; es la paz que siempre tenemos que
sembrar los discípulos de Jesús. Es la paz que vivimos en el Reino de Dios,
cuando hemos optado seriamente por hacer que Jesús sea el único Señor de
nuestra vida. Es la paz tan fundamental, tan esencial entre los valores del
Reino que hemos de vivir y trasmitir. Allí donde haya un cristiano, donde esté
un seguidor de Jesús siempre tendría que brillar con un brillo especial la paz.
‘Como el Padre me ha
enviado, así os envío yo’, nos
dice y no da su Espíritu. ‘Exhaló su
aliento sobre ellos y les dijo: Recibid el Espíritu Santo…’ Nos da su
Espíritu para que vivamos siempre en esa paz; nos da su Espíritu para que se
mantenga viva nuestra fe y podamos proclamarlo siempre y con toda nuestra vida
como el Señor; nos da su Espíritu para darnos el perdón, que nos manifiesta su
misericordia, que nos llena a nosotros también de misericordia y de compasión,
que nos hace ser repartidores de perdón, de compasión, de misericordia con los
demás.
Entre los seguidores de Jesús no cabe ya otra cosa que
la misericordia, el amor, la compasión, el perdón. No se entiende un seguidor
de Jesús que no ame, que no sea misericordioso, que cierre su corazón al
perdón. Es amor y esa misericordia, esa compasión y ese perdón ni lo vamos a
dar ni a vivir si no es desde la fuerza del Espíritu. No es cosa nuestra. Es la
acción del Espíritu divino, del Espíritu de Cristo resucitado en nosotros. La
Iglesia siempre será la comunidad de la misericordia porque es el regalo que le
ha dado Jesús en la Pascua cuando la ha instituido; los cristianos tendremos
que ser siempre los hombres y las mujeres de la misericordia cuando queremos
parecernos a Jesús.
A cuánto nos lleva y nos compromete nuestra fe en
Cristo resucitado. Pero no tengamos miedo al compromiso sino asumamos generosa
y alegremente nuestra fe y las consecuencias de amor que tenemos que vivir.
Cristo resucitado está con nosotros y nos regala el don de su Espíritu. Sigamos
proclamando con toda nuestra vida, con nuestras palabras y con nuestras obras
en el actuar de cada día esa fe que tenemos en Jesús. Que las obras del amor y
de la misericordia hablen de nuestra fe.
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