Is. 40, 1-5.9-11;
Sal. 84;
2Pd. 3, 8-14;
Mc. 1, 1-8
Hay ocasiones, que por las cosas que nos suceden, el estado de ánimo en que nos encontremos o los fracasos o adversidades que vamos sufriendo en la vida, pareciera que nada nos pudiera servir de consuelo. Nos podemos encontrar desalentados o haber perdido la esperanza, las cosas no son de nuestro agrado o nos sentimos abrumados quizá por lo que hayamos hecho, en nuestro agobio y desesperanza lo podemos ver todo negro y parece que la esperanza se hubiera perdido. Hemos de reconocer que nos encontramos gente a nuestro lado que han perdido así la esperanza y nos pudiera suceder a nosotros también en ocasiones.
Sin embargo y a pesar de todo esto, la Palabra que hoy escuchamos es una palabra de esperanza y de consuelo. Así ha comenzado el profeta precisamente. ‘Consolad, consolad a mi pueblo, dice nuestro Dios; hablad al corazón de Jerusalén, gritadle, que se ha cumplido su servicio y está pagado su crimen…’
Este es el alegre y esperanzador anuncio profético para el pueblo sometido a cautividad en Babilonia y al que se le abren las puertas para que pueda volver a su tierra y reconstruir Jerusalén y el templo del Señor. Es tal la alegría y la esperanza que no habrá valles ni montañas ni desiertos que se interpongan o puedan obstaculizar su camino hacia la libertad. ‘En el desierto preparadle un camino al Señor, allanad en la estepa una calzada para nuestro Dios; que los valles se levanten, que montes y colinas se abajen, que lo torcido se enderece y lo escabroso se iguale…’
Para nosotros ya no es sólo la palabra de esperanza dicha para aquel pueblo en aquellas circunstancias de retorno después de la esclavitud, sino que son palabras llenas de profecía que se han hecho realidad en quien iba a ser el precursor del Mesías y se iba a convertir en el heraldo y mensajero que preparase los caminos del Señor. La figura del Bautista aparece ya en este segundo domingo de Adviento con la profecía de su vida y sus palabras.
Será lo que el evangelista recordará ya desde el inicio del relato del evangelio para recordarnos y señalarnos al Bautista. Estamos en el inicio del evangelio de Marcos. ‘Yo envío mi mensajero delante de ti, para que te prepare el camino – recuerda la profecía de Isaías -. Una voz grita en el desierto: Preparad el camino del Señor, allanad sus senderos’. Y nos habla de Juan el que desde la penitencia y la austeridad de vida predicaba junto al Jordán y bautizaba a los que confesaban sus pecados para preparar la inminente venida del Mesías.
Pero nosotros podemos decir aún más, porque son también palabras que nos despiertan a la esperanza en el momento presente invitándonos también al consuelo y a la alegría porque el Señor viene a nuestra vida iluminando nuestra vida y transformando nuestro corazón. Sí, hay esperanza para nuestra vida; un faro de luz se enciende también para nosotros porque nos llega el consuelo de Dios, la salvación de Dios. Bien que lo necesitamos desde todos los aspectos de la vida, ya sea lo social que vivimos, ya sea también en la situación espiritual en que nos encontramos.
Se tienen que disipar también las tinieblas del desaliento y la desesperanza con las que envolvemos tantas veces nuestra vida y de ninguna manera podemos dejar que las negruras del fracaso o del mal nos envuelvan el corazón. No nos podemos dejar abatir por los agobios de los problemas que en la vida nos quieran atormentar. Con la venida del Señor todo lo vemos distinto y lleno de luz, prometedora de vida nueva. Con la venida del Señor necesitamos también en la vida de la Iglesia ese ánimo, ese consuelo y esa esperanza porque muchas veces también nos sentimos acobardados y no damos el testimonio claro que tendríamos que dar.
Viene también para nosotros la salvación; llega a nuestra vida la gracia redentora y trasformadora que nos hace un hombre nuevo lleno de vida nueva. El perdón que el Señor nos trae con su salvación nos llena de paz y renace la verdadera alegría en nuestro corazón. ‘Mirad, el Señor Dios llega con poder… viene con El su salario y su recompensa lo precede… está pagado su crimen, pues la mano del Señor ha recibido doble paga por sus pecados’.
Es la salvación que nos trae Jesús. Es el regalo de su amor y de su perdón. Ya no nos sentiremos hundidos más porque tenemos la confianza del amor del Señor. Qué gozo y qué consuelo. Es que, como nos decía san Pedro, ‘nosotros, confiados en la promesa del Señor, esperamos un cielo nuevo y una tierra nueva en que habite la justicia’, que esté lleno de la santidad verdadera y de la gracia que con el perdón nos trae la paz.
Pero esa invitación a la esperanza, esa palabra de alivio y de consuelo es palabra también comprometedora. Es palabra de exigencia para nuestra vida, porque si así vislumbramos la salvación que el Señor nos ofrece en su venida, hemos de vislumbrar también ese sentido de vida nueva que hemos de darle a nuestra existencia. Es palabra, entonces, que nos interroga por dentro, que nos hace reflexionar, que nos invita y exige que le demos nuevos rumbos a nuestra vida. Es llamada a la conversión.
Juan predicaba allá en el desierto junto al Jordán para que se convirtiesen al Señor. Era la voz que grita en el desierto para preparar los caminos del Señor. Es la voz que nosotros escuchamos también en nuestro corazón para ponernos en un nuevo camino. Aquello que anunciaba el profeta para los que volvían a Jerusalén donde no habría ni desiertos ni montañas, ni valles, ni colinas que se interpusiesen en su camino, es lo que ahora también hemos de hacer nosotros.
Reconstruimos nuestra vida con la gracia del Señor, enderezamos lo que está torcido en tantos caminos no rectos por los que nos hemos dejado llevar; igualamos y mejoramos lo escabroso de las violencias que tantas veces nos arrastran al enfrentamiento y a la lucha de los unos contra los otros para hacer que sea siempre sólo el amor lo que dé sabor y sentido a nuestra vida; allanamos los valles y montañas de los orgullos que habíamos dejado meter en nuestro corazón, para vivir ahora en la humildad, sencillez y austeridad; queremos que nuestra vida sea una calzada hermosa para nuestro Dios, para que Dios sea en verdad el Rey y Señor de nuestra vida, porque en fin de cuentas es lo que queremos aceptar, el Reino de Dios en nuestra vida.
Hemos sido bautizados no ya sólo con agua porque queramos hacer penitencia de nuestros pecados, sino con agua y con el Espíritu, que ha purificado nuestro corazón para hacer surgir en él la nueva vida de los hijos de Dios. ‘Yo os he bautizado con agua, decía Juan el Bautista, pero El os bautizará con Espíritu Santo’.
Es importante este segundo paso que damos en el camino del Adviento. Con la esperanza que se aviva en nuestro corazón tendríamos que sentirnos distintos, con mayor alegría, con mayor empuje y compromiso, con una ilusión renacida por hacer ese mundo nuevo. Y ante tanto desaliento que vemos a nuestro alrededor por toda la situación que vive hoy nuestra sociedad, nosotros tenemos que sembrar con nuestras actitudes, con nuestra alegría y entusiasmo semillas de esperanza. La fe y la esperanza de nuestra vida nos comprometen con el mundo en que vivimos y nos comprometen también dentro de nuestra Iglesia.
Como decía el profeta, y nos lo dice a nosotros también, ‘súbete a un monte elevado heraldo de Sión; alza fuerte la voz, heraldo de Jerusalén; álzala, no temas, di a todo el mundo que te rodea: Aquí está nuestro Dios. Mirad, el Señor Dios llega con poder… como un pastor que apacienta el rebaño, su brazo lo reúne…’ Con nuestra vida, con nuestro testimonio tenemos que ser testigos y anunciadores de esa esperanza.
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