Jer. 20, 7-9; Sal. 62; Rom. 12, 1-2; Mt. 16, 21-27
¿Por qué me tenía que pasar esto a mí? Nos preguntamos a veces cuando en la vida encontramos contratiempos, problemas, sufrimiento, enfermedad. ¿Es esto un castigo? Yo tan malo no he sido; si yo he querido ser bueno y hacer las cosas bien; bueno errores siempre tiene uno, pero ¿por qué me viene ahora esta enfermedad, este problema al que no encuentro solución? Y es aquel accidente, o una muerte inocente que no entendemos, o aquel desprecio que tenemos que sufrir de los que nos rodean, o aquella ilusión que de repente se vino abajo… Y nos preguntamos muchas veces con el corazón roto y lleno de amargura.
¡Cuánto nos cuesta aceptar la cruz! ¡Cómo nos revolvemos contra ella queriendo quitárnosla de encima! Hasta nos rebelamos a causa de aquella enfermedad, aquel sufrimiento, aquel problema que nos amarga el corazón. Nos hacemos muchas preguntas y nos cuesta encontrar respuesta. Lo contemplamos hoy por partida doble en los hechos que nos narra la Palabra proclamada. Por una parte, Pedro en el evangelio ante los anuncios que hace Jesús. Pero la situación para Jeremías también era difícil.
Señor, ¿pero si yo no he hecho otra cosa que dejarme guiar por ti; si proclamo esta palabra es porque tú las pones en mis labios. ‘Me sedujiste, Señor, y me dejé seducir; me forzaste y me pudiste’, yo sólo quería cumplir con la misión que me encomendaste, pero ya vez, ‘soy el hazmerreír de la gente todo el día, todos se buslan de mí… la palabra del Señor se volvió para mí oprobio y desprecio todo el día’; quise abandonarlo todo porque me sentía sin fuerzas pero ‘la palabra era en mis entrañas fuego ardiente, encerrado en mis huesos, intentaba contenerlo y no podía’. ¿Serán esas también nuestras quejas, nuestra súplica y oración? ¿Nos sentiremos cogidos – seducidos – así por el Señor?
Y, como hemos visto en el evangelio, cuánto le cuesta a Pedro aceptar el anuncio que Jesús hace de pasión, de cruz, de muerte, aunque también habla de resurrección pero parece que esto último es lo menos que Pedro escucha. Eso no te puede pasar, Señor. No le cabe en la cabeza el anuncio de Jesús.. ‘¡No lo permita Diois, Señor! Eso no puede pasarte’.
El Pedro a quien escuchamos el domingo pasado hacer una hermosa proclamación de fe en Jesús, que merecerá la alabanza del mismo Cristo diciéndole además que es revelación del Padre en su corazón, y a quien se le había confiado una hermosa misión, porque iba a ser Piedra sobre la que se edificara la Iglesia, ahora no entiende las Palabras de Jesús.
Pero si Pedro lo había contemplado lleno de gloria y resplandor allá en el Tabor esuchando la voz del Padre que lo señalaba como su Hijo amado a quien habíamos de escuchar; si había contemplado sus milagros, siendo testigo incluso de la resurrección de la hija de Jairo; si se entusiasmaría por Jesús diciéndole que tenía palabras de vida eterna, y que sólo a El podían acudir y sólo a El querían seguir.
Si a Jesús no le habían contemplado sino haciendo el bien, repartiendo amor, curando toda clase de enfermedades, consolando y animando, despertando fe y llenando de esperanza los corazones ¿Cómo podía pasarle eso de que iba a ser entregado, azotado y ejecutado si El era el Hijo del Dios vivo, como ya le había confesado?
Cuesta entender la cruz; le costaba al profeta comprender su situación, como le costaba a Pedro ahora lo anunciado por Jesús que habla de cruz y de muerte, como nos cuesta a nosotros también enfrentarnos con nuestra cruz, con nuestros sufrimientos, afrontar nuestros problemas, caminar por caminos de amor y entrega que entrañan sacrificio.
Jesús le dirá a Pedro que se aleje de El que está siempre para El como el diablo tentador. Ahora le decía que no tenia que pasar por la cruz, como un día le había propuesto aplausos de la gente en la espectacularidad de tirarse del pináculo del templo sin que le pasara nada porque los ángeles de Dios cuidarían que su pie no tropezara en la piedra; también le habían ofrecido honores y todos los reinos del mundo, como también el milagro fácil que le resolviera los problemas; si tienes hambre convierte estas piedras en pan. Ahora es Pedro, a la manera del diablo tentador quiere apartarle del camino de la cruz, que es camino de la verdadera vida, porque es la señal del amor más hermoso y más grande.
Si Jesús caminaba ahora tan seguro hacia la cruz era porque sabía que no hay mayor amor que el de quien es capaz de dar la vida por el amado; y eso era lo que El iba a hacer. No busca el sufrimiento en sí mismo, sino que lo que deseaba era amar hasta el extremo, aunque eso costara sacrificio, ese amor costara cruz y esa entrega llevara hasta la muerte. Quería ofrecernos la flor más hermosa y olorosa aunque tuviera espinas, porque lo que El quería ofrecernos era vida y era amor.
Pero es que además nos está enseñando y diciendo que ese tiene que ser también nuestro camino. Nos está enseñando que no hemos de temer abrarnos a la cruz poniendo todo el amor de nuestra vida, porque eso será siempre camino de gracia y de salvación. Es el camino de su seguimiento; es el camino del sí que hemos de darle para estar con El.
‘El que quiera venirse conmigo, que se niegue a sí mismo, que cargue con su cruz y me siga’. Así de tajante es Jesús para con sus discípulos. Es la actitud primera que nos pide. Porque ‘si uno quiere salvar su vida, la perderá; pero el que la pierda por mí la encontrará’. Ese tesoro no lo podemos encontrar sino amando. Tenemos nuestra cruz de cada día, pues hagamos como Jesús, pongamos amor. Y en el amor todo encontrará sentido y plenitud. El amor se nos vuelve redentor en nuestra vida, como lo fue el amor de Jesús.
Por eso ahí donde nos encontramos la cruz, en nuestros sufrimientos, en los contratiempos que nos ofrece la vida, en esos problemas que nos van apareciendo y que tienen el peligro de llenarnos de amargura, pongamos amor y veremos cómo todo se vuelve más luminoso. El amor llena nuestra vida de luz aunque haya sufrimiento, porque nos enseña a entregarnos, a darnos, a vaciarnos de nosotros mismos para aprender a abrir los ojos de manera distinta y ver a los que hay a nuestro alrededor.
Son tantos los que llevan cruces y que son más pesadas que la nuestra cuando nosotros pensábamos que nuestro sufrimiento era el más grande y el más agobiador. Y es que el amor nos hará mirar con unos ojos distintos. Porque además el amor nos enseñará a saber hacer ofrenda a Dios de esa cruz de nuestros sufrimientos, de nuestras enfermedades, o de esos problemas que nos tientan para quitarnos la paz. En ese amor ofrecido nos llenaremos de luz y nos llenaremos de paz, porque estamos ganando lo que es la verdadera vida.
Sí, es Jesús, el Hijo de Dios vivo, como confesaba Pedro; es Jesús, el Hijo amado de Dios a quien hemos de escuchar; es Jesús, el pan de vida eterna que comiéndolo nos llenaremos de vida para siempre; es Jesús, que es nuestra vida y nuestra salvación, a quien vemos subir el camino del calvario hasta la cruz, que es camino de sufrimiento pero que es camino de amor y es camino de vida.
Sigamos a Jesús no temiendo cargar también con la cruz, porque sabemos que nos lleva a la resurrección. Mirándolo a El y siguiéndole encontraremos auténtica respuesta a las preguntas que nos hacíamos porque nos dolía el alma con nuestros sufrimientos.
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